13 febrero, 2010

Jacobo Fijman y Antonin Artaud: una comunión de soles negros





Existen en la literatura ciertos casos en los que vida y obra de un escritor suelen ir fuerte de la mano. Algunos autores, indudablemente tocados por la locura, han escrito fuera de ella y a través de ella. La lista podría ser interminable, pero quisiera rescatar a dos poetas cuyos casos considero excepcionales, y no sólo porque las vidas de ambos fueron atravesadas por eso que llamamos habitualmente “locura” o por haber dejado en sus obras el sello inconfundible del delirio, sino también porque ambos, con graves problemas psiquiátricos, estaban predestinados a la verdadera locura: esa que signa el camino dejando detrás un perfecto resabio a desdicha, soledad y angustia al bajar la persiana de cada día.

Un encuentro casual en el café La Coupole de París los enfrentó, durante la primera estadía de Fijman en la capital francesa. El poeta argentino contó que Artaud y él estuvieron a punto de pelearse cuando se conocieron: “Yo me identificaba con Dios y Artaud con el diablo”. Quizá este sea el punto de partida para hablar un poco de dos grandes artistas que –situados en orillas diferentes- sufrieron internaciones varias y definitivas en hospitales neuropsiquiátricos, donde fueron sometidos a tratamientos reiterados de electroshocks y condenados al descarte social –salvo por los pocos amigos que cada uno contaba- y donde la muerte supo encontrarlos.

Por un lado, Jacobo Fijman, un judío que abrazó el catolicismo en mitad de su vida, un poeta que le escapaba a la metáfora y que trasladó su poesía desde la imagen, el gesto y el lenguaje corporal hacia el símbolo y la metafísica. Su crisis mística lo llevó a reemplazar al Dios del loquero, que aparece en su primer libro, por el Dios de las alturas, perdiendo el cuerpo físico de la manera más poética para purificarse con el fuego de la pasión espiritual. Toda su obra, más allá de las cuestiones religiosas, es reflejo auténtico de infinita soledad, tristeza, desamparo y desesperanza. Fijman encierra en ella la temática de la locura oponiéndola a la cordura, y se muestra preso de un destino de exclusión que incluye pobreza, reclusión y olvido.



Antonin Artaud, en cambio, buscaba otra salida para extirparse la angustia. Partiendo de un lenguaje no poético, en su mayoría rústico y escatológico, con una necesidad de encarnar el cuerpo en el Verbo –en un sentido lírico- supo materializar esa misma necesidad en sus propias palabras: “Soy un cuerpo y no un espíritu”, pese a manifestar que “No ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible”. Decía destruirse espiritualmente a sí mismo, contrariamente a lo que sostenía, subrayando ser poseedor de un estado físico inexistente, incompleto, abandonado. Sin embargo, declaraba por momentos que su sola pretensión era mostrar ese espíritu que negaba con frecuencia. Se consideraba una especie de génesis de los reflujos de la mente, rellenos de esa angustia que permanecía intacta y que podía curarse únicamente con la supresión del vacío espiritual.

Tanto uno como el otro permanecen todavía al margen de los cánones literarios, vagamente reconocidos e incrustados en un arte “patológico” de alienados, sin entidad, por haber dejado entrever en sus obras una clara referencia autobiográfica aun marcando de manera constante las fronteras entre la creación artística y sus problemas psiquiátricos. Es mi deseo ferviente que las poéticas de Artaud y Fijman persistan dignas y limpias de toda paranoia y de todo hospicio.