30 mayo, 2010

Larga vida a su juventud


¿Cómo perderse decir algo sobre Gelman una vez más? A los sesenta se sabe que cumplir ochenta no significa nada, la edad te la dan los otros y ante ellos uno sonríe, sonríe aceptándola mientras bracea en la inmensidad como a los veinte... pero ahora viéndola. La inmensidad de la vida en la que te levantás día a día para vivirla, y la inmensidad del poema siempre esquivo y del que no se sabe nada, viniendo o no, y frente al cual, Gelman responde como un niño ante esa realidad que llega nueva siempre. Están los que dejan de escribir, los que se repiten, y los que te sorprenden con algo no pensado antes. Estos permanecen vivos en la escritura, el poema los resucita cada vez como a un poeta que parece sin edad, y a esa clase pertenece Gelman.

El que empezó a leerlo en la década de los 60 y lo abandonó en algún tramo de su vida, que vuelva ahora, a sus últimos libros, y verá que aquel Gelman es otro. Y el que nació después, que empiece por donde quiera, lo sentirá tan contemporáneo y tan misterioso en lo que hace como a cualquiera de su edad, sin que el bronce de los premios lo haya tocado siquiera. Porque el poeta sabe eso anónimo y secreto que es el poema, sabe que sigue vivo si encuentra algo que no halló antes, si parece casi no tener los instrumentos para representarlo, y así, en esa realidad de lenguaje que es el poema, pensamiento y emoción bailan un baile nuevo. Así es Gelman a los ochenta: larga vida a su juventud...

20 mayo, 2010

La tribu de los justos

“Cuando ya ninguno de nosotros importe, los poemas de Gelman hablarán de nosotros”. Miguel Gaya, Alejandra Correa, Fabián Casas, Mario Arteca e Ignacio Uranga pertenecen a diferentes generaciones y escuelas literarias. Todos ellos reconocen la huella del maestro.

Recorridos de una herencia poética

Hace muchos años, en la pared de su primer departamento, Miguel Gaya escribió con un grueso marcador un poema de Gelman. “Ante la emergencia de abandonar un tanto precipitadamente el hogar, algo común en esa época, no quise dejarles a mis perseguidores los versos de Juan. Así que los borré rayando el revoque con un destornillador, sin advertir que los grababa en mi cuerpo. Todavía los llevo; por eso para mí Gelman no es una poética, ni es una política. Es una manera de estar en el mundo”, dice el poeta que nació en 1953 y fue miembro del grupo Onofrio de Poesía Descarnada. Alejandra Correa leyó por primera vez a Gelman hace más de 20 años. El libro en cuestión fue Interrupciones II, editado por José Luis Mangieri. “Por entonces, poco sabía de Gelman. Para mí no era un militante político exiliado, ni un escritor ‘comprometido’ como solíamos llamar a quienes escribían sobre la realidad social, ni siquiera un posible candidato a las grandes ligas. Era otro poeta en el anaquel de la biblioteca de un amigo y me acerqué a él con curiosidad de novata, como quien ni siquiera sospecha que se está embarcando en la conquista del universo del otro”, cuenta la poeta que nació en Minas (Uruguay) en 1965 y desde los tres años reside en Buenos Aires.

Correa buscaba algunas respuestas sobre su padre, un uruguayo que murió en Buenos Aires cuando ella tenía ocho años. “No puedo olvidar la sorpresa que me produjo Gelman y aquel libro que me dijo: ‘Vos no eras rengo/ Lautréamont / lo que pasó es que dejaste Uruguay / y se te cayó un pedazo que / toca el piano y no deja dormir’. En este poema que Gelman le dedica a Onetti, donde habla del uruguayo-francés Isidore Ducasse conde de Lautréamont, encontré la Gran Respuesta que, como toda gran respuesta, responde en la raíz y no en la superficie: alguien podía entender sin saber; algo podía responder sin oír la pregunta.” Para la autora de Río partido, El grito y Cuadernos de caligrafía fue la primera clase magistral sobre poesía. “Tal vez ése haya sido el inicio de un camino que intento transitar –reconoce la poeta–. No olvido, en ese mismo poema, un recordatorio que todos los que buscamos escribir poesía deberíamos tener en un lugar muy visible: ‘La poesía es de todos y de nadie, como el aire’. Para mí Gelman es ese maestro que me guió sin proponérselo cuando yo era, en un sentido, analfabeta.”

“Hubo un antes y un después de ciertos escritores confesionales, intimistas y políticos que sintieron la fuerza centrífuga de la obra de Gelman”, plantea Fabián Casas. “Por suerte, la poesía argentina no está presa de una sola sensibilidad, de una única percepción. Escribiendo junto con Gelman había muchos grandes poetas como Bignozzi, Giannuzzi, Pizarnik, Leónidas Lamborghini, Girri, Madariaga.” A los 21 años el autor de El salmón decidió viajar por América. Empezó recorriendo el norte argentino y terminó en el Amazonas. “En mi mochila, cada vez más pequeña, tenía un ejemplar de la obra poética completa que le había editado Corregidor a Gelman –cuenta el poeta y narrador–. Muchos años después, Gelman me dijo que estaba llena de erratas. Para mí, hasta las erratas eran geniales. Compré ese libro en una librería de Salta. Para comprarlo, le vendí al cuidador del camping mis botas náuticas. Lo curioso fue que, a las semanas, descubrieron que el cuidador solía robar de las carpas. ¿Por qué decidió pagarme algo que podría tranquilamente haberme robado? No sé, pero gracias a esa plata, leí a Gelman por primera vez.”

Mario Arteca, poeta platense nacido en 1960, autor de Guatambú, La impresión de un folleto y Bestiaro búlgaro, se encontró por primera vez con un poema de Gelman a principio de los ’80. Ese poema fue “María la sirvienta”, editado en la antología de Juan-Jacobo Bajarlía titulada Canto a la destrucción (Ediciones Puma). “El poema de Gelman fue un mazazo. Recuerdo cómo me desacomodó encontrar en ese texto una oxigenación del lenguaje diario. En ese poema, el lugar del poeta era un sitio perturbado por la exploración, donde se podía percibir de inmediato un sentido inverso del lirismo, al menos de ese lirismo en el cual me hallaba intoxicado por entonces, donde todo olía a Neruda. Al leer ‘María la sirvienta’, supe que lo que había estado leyendo y escribiendo era insuficiente”. El primer libro de Gelman que devoró Ignacio Uranga (Bahía Blanca, 1982) fue Cólera Buey. “Lo leía y llegaba a momentos de sensaciones físicas, de tener que levantar la mirada de la hoja y respirar hondo porque –y pienso el poema ‘Cesare’, que cierra con ‘me has enseñado a respirar’– las palabras se me venían encima; me tiraba con un mundo”, subraya el poeta, que ahora tiene ese ejemplar dedicado por Gelman. “En Cólera... encontré ‘Juguetes’ –precisa Uranga–; lo leía una y otra vez hasta que lo hice mío, al punto de poder caminar ahora diciéndome versos como donde recién traída la escopeta esperaba/ que él saliera del sueño donde estaba esperándola (...) porque qué haría la inocencia ahora que está armada/ sino causar graves desórdenes como espantar la muerte (...). Las palabras de Gelman son hachazos, pero hachazos con los filos del amor. El mismo Gelman es un hachazo al medio de la literatura.”

Gaya señala que Gelman establece sus propias reglas de relación con la lengua; reglas que permiten elegir o crear, según Borges, antecesores. “Gelman desafía a herederos y epígonos porque cada libro de Juan dinamita las reglas del anterior, aún siendo fiel a un aliento, más que a un camino. Lo que ocurre es que cuando alguien logra detener un poema, darlo vuelta y descifrarlo, Gelman ya se ha internado otra vez en la espesura, y sus voces dan cuenta de que se precipita sobre otra presa, otro fruto a morder de la lengua madre”, observa el autor de los poemarios Los poetas salvajes. “La obra de Juan es un bosque donde reina una música todavía sin nombre, encarnada en palabras reducidas al puro hueso. Los vientos que levanta su poesía han conseguido llevar consigo a innumerables personas, les ha prestado voz e identidad, y eso es lo mejor que puede pasarle a un poeta. Tal vez me atrevo a afirmar que dentro de siglos, cuando ya ninguno de nosotros importe, y el nombre de Argentina vaya a saberse a qué remite, los poemas de Gelman hablarán de nosotros”, augura el poeta.

“Gelman es una prueba de fuego para cualquiera que quiera escribir”, admite Uranga. “Hay dos cosas que me hizo ver: el encadenamiento de sonidos y el corte del verso; este hombre tiene un oído privilegiado –pondera el autor de El ella real, que se publicará en México con prólogo de Gelman–. Pero hay otras cosas, mucho más importantes que estas cuestiones. Hablo de la dignidad y la humanidad de Gelman y se me viene a la cabeza la frase ‘dolor generador de vida’. Antes miraba la escritura de Gelman y me preguntaba cómo hace; ahora lo veo claro: se necesita haber amado mucho para lograr lo que consigue. Y dentro del verbo ‘amar’, sabemos, está ‘el grano que debe morir para generar fruto’. La poesía de Gelman me enseña a amar, me tira encima un mundo.” Lo extraordinario de Gelman, reflexiona Arteca, es la manera en que se encarga de “clausurar” la década del 60 con dos libros bisagra en la literatura argentina. “Las traducciones apócrifas que cierran Cólera buey, más Los poemas de Sidney West y enseguida, allá por 1971, la aparición de Fábulas, muestran un Gelman dueño absoluto de un sistema de intervenciones de hablantes falsos, la utilización de escenarios microscópicos, catalizadores de géneros deformados por una poesía que no rehúye de los posicionamientos políticos, pero que necesita de nuevos formatos para reivindicar una revolución en la escritura –explica el poeta platense–. Rodolfo Edwards dice que Gelman “se aleja definitivamente del lenguaje de la tribu para adentrarse en la metafísica de la tribu en un ademán que mantendría hasta la actualidad”. Eso está muy bien, crear desde el ser de la tribu. Se trata de una operación estilística muy a fondo”.

Cada vez que Arteca piensa en ese mecanismo, recuerda una imagen de un poema: “Estés en mí como está la madera en el palito”. “Se trata de algo que reitera en otros textos, una suerte de condensación extrema del dolor, pero de un dolor afectivo, que es mortificante justamente porque es hondo, porque llega hasta el hueso. Pero de esa caladura, Gelman siempre extrae una idea particular de belleza. Madera en el palito. De lo general al detalle. Ese es el movimiento innovador de Gelman”, argumenta el poeta. “Gelman pensó que era mejor pivotear el lenguaje oral en la sintaxis, hasta licuarlo, después volverlo intraducible, y luego trazar con ello una nueva cosmogonía del verso”, afirma Arteca. “De esta manera, propone una poesía que supere su mera capacidad comunicativa. Allí la poesía no es vehículo, sino recurso, artefacto inficionado por la lengua. Es toda una declaración de principios y también es aquello que lo separa de la estética de los ’60 y lo promueve hacia la próxima década, en donde su trabajo será toda una formulación de encuadres frente al lenguaje y ante a la realidad imposible del lenguaje.”

El año pasado fue inolvidable para Uranga. Con El ella real recién publicado participó de un festival de poesía en Centroamérica, donde coincidió con Gelman. Le dio su primer libro con “mucha vergüenza”. A los pocos días, de vuelta en Bahía Blanca, casi se desmayó cuando se encontró con un mail de Juan en el que le decía: “¿Me pasás tu teléfono que te llamo? Porque viajo a Argentina y quiero que nos juntemos”. Y se juntaron, claro. “Ya en Buenos Aires, mientras estaba esperándolo, imaginaba que iba a bajar de un taxi o de algún auto particular. Y por ahí lo veo que sale de la boca de un subte”, revela aún sorprendido por esa aparición. “Fuimos a caminar un rato y a tomar un café. La charla fue larga; filosofamos un poco sobre si el mal es o no consustancial al hombre. Me llamó mucho la atención el humor constante que tiene, la sencillez, y las ganas de aprender. En el subte le había pasado algo que le había encantado. El subte estaba lleno y un muchacho que quería bajar le dijo: ‘Permiso, Juan’, bajó y se fue. Me lo contaba y se mataba de risa”, repasa Uranga. “Antes de irnos me agradeció que estuviera ahí y dijo que era ‘un honor’ para él. ¡Mirá la humildad que tiene!”, recuerda, aún conmovido el joven poeta. “Si estás leyendo estas palabras, Juanito querido, tres cosas: gracias por tanto, te quiero, y que te mees de la risa.”


Por Silvina Friera

15 mayo, 2010

La tribu de los justos

En su último libro, de atrasálante en su porfía (Seix Barral), asalta el sentimiento de orfandad de un par de poemas. Tal vez la orfandad, a contrapelo de lo que se cree, se intensifique con las antojadizas telarañas del tiempo. En la poesía de Gelman “cinturonea” la insuficiencia del lenguaje; la desesperación que despierta un poema, leemos en uno de sus versos, calla sabiamente entre sílabas. “También aparece la insuficiencia de la lengua y sus límites –aclara el poeta–; pero en este mundo padecemos de muchas orfandades, de una vida de verdad, sin ir más lejos”. Juan estuvo lejos de su casa mexicana. Anduvo por Lisboa para presentar la traducción al portugués de Bajo la lluvia ajena, ilustrado con aguafuertes de Carlos Alonso, publicado originalmente en 1984, pero reeditado el año pasado por Libros del Zorro Rojo. En Santiago de Compostela recibió el galardón que lo acredita como “Escritor Gallego Universal”; en Madrid asistió a la entrega del Premio Cervantes otorgado al mexicano José Emilio Pacheco, a quien se le cayeron los pantalones, casi hasta la altura de las rodillas, al ingresar al Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Gelman dio una charla en esa universidad a diez años de la muerte del poeta español José Angel Valente.

“¿A proceso por su intento de juzgar crímenes de lesa humanidad?”, escribió el poeta en un artículo publicado por el diario español El País, en el que expresa su estupor por el auto del Tribunal Supremo de España para juzgar al juez Baltasar Garzón, el único juez ante quien se podía denunciar la desaparición y muerte de familiares. “No había otro en el mundo dispuesto a escuchar el relato de los crímenes cometidos por la dictadura argentina”, recuerda Gelman, que se reunió por primera vez con el magistrado español en 1997. Tras años de investigación, el poeta localizó en marzo de 2000 a su nieta Macarena. A Garzón lo volvió a ver en 2000, en esa ocasión para querellar a los represores de la dictadura uruguaya que asesinaron a la nuera de Gelman y le robaron a Macarena. La esperanza de justicia está marchita; la fábrica que produce masivamente miedos y olvidos está trabajando a gran escala, esquivando fronteras, avasallando la memoria de centenares de miles de familiares. “En la Argentina hay jueces que violan el derecho de gentes, el derecho humanitario internacional, la moral y la ética más corrientes”, advierte el poeta. “Pero Garzón no pertenece a esa tribu y que lo juzguen por hacer justicia, no se entiende.” Del derecho y del revés, el asunto esquiva las hilachas de la comprensión. “No lo entendemos en América latina, tampoco en otras partes del mundo”, agrega.

En el discurso de aceptación del Premio Cervantes, Juan alertó sobre la equivocación de quienes afirman que “no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas”. ¿Por qué a través de los grandes medios de comunicación se está volviendo a proclamar esta retórica de “reconciliación”? ¿Se aprendió algo de la experiencia del horror de la dictadura o al poner en duda la demanda de justicia la sensación es que “todavía estamos en pañales”? “Se podría pensar en un retroceso de la lucha por la demanda de justicia, un vacío que permite la prédica de la reconciliación a la que contribuyen en la práctica ciertos jueces que todos conocemos. O en una fatiga de quienes insisten en esa demanda, o en los más de 30 años transcurridos, o en el acoso de los grandes medios al gobierno nacional. Pero no es una lucha que asumió la mayoría de la sociedad argentina. Nunca”, plantea el poeta.

La persecución del nombre

“El que siempre me revisa el ser/ es otro, disperso/, extraño. Dicta su lección/ en una calle por donde nunca pasé (...)”, se lee en el poema “Sentirlo mucho” de su último libro. El proceso poético, afirma Juan, es comparable a experiencias místicas porque, en él, “el individuo sale de sí mismo”. Pero Gelman sabe también que hay que internarse “en uno mismo” para limpiar mucha maleza hasta “llegar a la posibilidad de una expresión más verdadera de uno mismo y del mundo”. La infancia, ese tren con un solo pasajero, arremete con recuerdos que lo visitan con mayor persistencia en este último tiempo. Enumera despacio, tranquilo, esas “apariciones” de la primera infancia: “la calle Canning/Scalabrini Ortiz de tierra, el lechero con una vaca, la multitud del entierro de Gardel que pasó por la esquina de mi casa, las peleas con mi hermana, el cariño de mi hermano mayor, la juntada de papel plateado de los chocolates y los paquetes de cigarrillos para ayudar a los republicanos españoles, cuando peinaba el cabello de mi madre, azul de puro negro, los silencios de mi padre, el fútbol en la calle con una pelota de papel atado con cordones y eludiendo a los tranvías, en fin, un montón de cosas”. Y aclara: “No busco esos recuerdos, aparecen por su cuenta a veces”.

Si “cada libro es obediencia a una obsesión particular que buscaba agotarse”, Gelman revuelve sin cesar hasta que tiembla la lengua, el verso, la sintaxis, las certezas sobre lo que opera en su poesía, como si tuviera siempre un conejo para sacar de su galera para “hermosear” el abismo. O un resto por donde rumbear a la intemperie. Tal vez las esquirlas que deja de ese temblor estén postuladas en “Restos”: “Cuando la lengua se olvida del lenguaje/ asoman los restos nocturnos./¿Qué hace ahí la palabra/ arrastrada a pensar los siglos tristes?”. “La obsesión es la misma: la persecución del nombre que no tiene nombre”, subraya Juan, con la fortaleza del cuello inclinado “sobre los desgarrones de uno mismo”. No debería asombrar que el poeta, cuando se estaba arrimando a los ochenta, afirmara en “Raro raro”: “Extraña es la poesía./Un poema que empieza con/ las cláusulas del día sigue/ en lo que no se ve”.

Fantasmas

La lengua no alcanza a decir su trabajo. El poeta sabe que tropieza con la misma piedra. Lo aprendido no sirve; escribe en la noche y muere en cada renglón, en cada instante. Los obstáculos, lejos de paralizarlo, son el pan de cada día, un estímulo para lidiar con los fantasmas. Gelman encontró en la poesía una manera de vivir. “Poesía, apurémonos antes/ de que la oscuridad sea completa”, interpela con urgencia a sus compañeros de ruta en un verso reciente. Sin embargo, Juan no se hunde en un nihilismo sin fondo. El poeta dice que “encuentra algo de luz, si la encuentra en sí mismo, un largo trabajo”, menuda búsqueda que emprendió, cabe recordar, hace más de cincuenta años. “Los neologismos nacen de una necesidad expresiva y de ninguna otra cosa, y menos de la voluntad”, explica Gelman. “La evolución que encuentro en relación a poemas anteriores es que cada vez uso menos los neologismos”, añade. ¿Qué fantasmas, parafraseando a Juan, vuelven a la lengua en un sollozo mudo? “Los compañeros muertos, la injusticia social, la miseria, los niños menores de cinco años que mueren de enfermedades curables, felicidades perdidas y más”, señala el poeta ese inventario de fantasmas que regresan.

El único pergamino que le faltaría recibir es el Premio Nobel de Literatura. ¿Piensa en el Nobel de vez en cuando? Sí, responde. “Pienso en los que lo recibieron inmerecidamente y en los que merecían y no lo recibieron, como Borges.” No sabe Juan por qué se reitera en su último libro el concepto de tartamudeo y balbuceo. “Tal vez mis poemas sean tartamudos”, ironiza. ¡Salud a Juan, el entrañable poeta que hermosea la vida!

Por Silvina Friera

09 mayo, 2010

James Matthew Barrie

La fama de James Barrie está ligada a su personaje Peter Pan,
con el que acertó a dar vida literaria a las pulsiones y anhelos
de retorno a la infancia que la mayoría de las personas llevan dentro.

Nacido en el año 1860, es de familia de artesanos de escasos recursos, tuvo una infancia infeliz. Tras la muerte de un hermano, cuando él contaba apenas seis años de edad, cambió la vida familiar pues su madre, se convirtió en una persona desequilibrada, autoritaria e inflexible, cuya influencia y recuerdo pesó sobre James durante el resto de su vida.

Tras estudiar en la Universidad de Edimburgo y trabajar durante dos años como periodista, se trasladó a Londres, atraído por el brillo de sus círculos culturales.

Empezó a escribir en la infancia relatos, tomando de sus propias vivencias como tema, y en 1883, Barrie entra en el diario de Nottingham.

Como novelista Barrie debutó con una historia de misterio llamado “Better Dead” (1887), seguida de “Auld Licht Idylls” (1888), el primer libro de éxito del autor escocés, y “When a man’s single” (1888).
Posteriormente publicó los libros de relatos “A window in thrums” (1889) y “My lady nicotine” (1890), la novela romántica “El pequeño ministro” (1891), “Margaret Ogilvy” (1896), título biográfico dedicado a su madre, la novela “El sentimental Tommy” (1896), la secuela de ésta, “Tommy y Grizel” (1900).

El nombre de Peter fue tomado del niño Peter Llewellyn Davies, uno de los hermanos de la familia Llewellyn Davies, con quien Barrie entabló una estrecha amistad tras conocerse en 1898 en los jardines de Kensington.

Sylvia, la madre de los niños a los que Barrie visitaba para contarle historias, era hija del novelista George Du Maurier.
Sylvia y los hermanos Llewellyn Davies, quienes perdieron a su padre Arthur en 1907, también le inspiraron la novela “El pequeño pájaro blanco” (1902).

En 1900 dió al teatro sus obras más auténticas ( El admirable Crichton ; Calle del gran mundo ). Con él aparecía manifestado en delicados matices uno de los tonos más constantes del espíritu inglés: la melancolía nostálgica en forma de "humour", quizás el único sentimiento original del teatro de Barrie, por lo demás bastante ecléctico (procedía tanto de Gilbert y Wilde como de Shaw, Maeterlinck y los rusos).

“Peter Pan” conocio varias secuelas, como “Peter Pan en los jardines de Kensington” (1906), que incluía capítulos de “El pequeño pájaro blanco”, y “Peter Pan y Wendy” (1911), versión novelada de la obra teatral.
Otras de sus obras teatrales, menos conocidas para el gran público pero meritorias, son “Josephine” (1906), “Punch” (1906), “Lo que saben todas las mujeres” (1908), “The Twelve-Pound Look” (1910), “Un beso para Cenicienta” (1916), “Querido Bruto” (1917), “A well remembered voice” (1918), “Mary Rose” (1920), “Shall we join the ladies” (1921) o “David” (1936), su última obra de teatro.
“Farewell, Miss Julie Logan” (1931) había sido su última novela.

Famoso, honrado por todos -en el año 1937, la entonces princesita Margaret, le pidió como regalo de cumpleaños, un cuento escrito para ella, pero a él le sorprendió antes la muerte-, sir James Barrie ha pasado a la historia de la literatura infantil como uno de sus autores más afortunados y de cuyo cuento se han realizado varias versiones llevadas al cine -una existe, muda, que es una auténtica maravilla-, Disney y Spielberg, mucho después, también han rendido su homenaje al niño que no quiso crecer, es decir, al propio Barrie cuya frase más representativa es esta: "nada pasa, después de los 12 años, que importe mucho".

05 mayo, 2010

“No busco los recuerdos, a veces aparecen por su cuenta”

Juan Gelman, el autor de Violín y otras cuestiones afirma que en el proceso poético “el individuo sale de sí mismo”. Pero señala que hay que internarse “en uno mismo” para limpiar mucha maleza hasta “llegar a la posibilidad de una expresión más verdadera de uno mismo y del mundo”.

El tiempo psicológico de algunos lectores es un raro animal que no se mueve. Está inerte –o eso parece– con la memoria surfeando sobre un puñado de textos vivos que, curiosamente, metabolizan al escritor congelando su ciclo vital. El autor, para estos lectores, sufre una especie de “síndrome de Peter Pan”, la persona que nunca crece. La edad estancada o imperceptible se desplaza entonces a los arrabales del ser. Importa poco o nada. Se sustrae de lo real, o al menos de la realidad de esos lectores. Pero de pronto llega una noticia, la de un cumpleaños, y algunos se quedan boquiabiertos cuando advierten los kilates del número. O con los ojos como platos perfectos. Redondos, ante un número redondo. Juan Gelman cumple hoy 80 años. Aunque algunos se resistan a creerlo, el tiempo pasa. Quizás aliente, sin querer, ese ateísmo cronológico el propio poeta, cuyo rostro revela muchos menos años que lo que se espera encontrar cuando se escucha el peso de la palabra “octogenario”.

El “pibe taquito”, apodo con el que se lo conoció por los picados que jugaba en el barrio de Villa Crespo, Juan a secas a Juanito –orgulloso hincha de Atlanta–, está averiguando, por esa manía que tiene la edad de golpear a su puerta, de qué se trata tener 80. En México, donde reside, va a festejar junto a su mujer Mara y a su nieta Macarena “como se dé”, confiesa Gelman, recién llegado de un largo viaje por Lisboa, Galicia y Madrid. Esa voz indomable y compañera le resta importancia al asunto de la fiesta. Rehúye las pompas, los fuegos de artificio, la solemnidad. Pero sabe que muchas copas imaginarias de lectores, amigos y tantos hijos espirituales que supo cosechar se alzarán en el mundo entero para brindar por el poeta argentino más querido y reconocido, quien sigue escribiendo, a pesar de que “la señora” –la poesía– solicitada por muchos pretendientes, no lo visite todos los días. No puede ni invocarla ni convocarla. Ella llega cuando quiere.