19 julio, 2014


17 julio, 2014

El cristal de Juan José Saer

Los buenos libros hacen un camino lento, profundo, duradero. También los buenos escritores, que van creciendo con el tiempo. Ya nos pasó a los argentinos con Roberto Arlt, con Macedonio Fernández. Y es, me parece, lo que está pasándonos con Juan José Saer quien, como un ateo casi religioso, endiosaba un culto, el de la palabra, el de la letra escrita. Alguien que trabajó la forma (la que era todo para él, como debe serlo para un artista verdadero) y que puso no sólo su gran inteligencia sino también su cuerpo en ella, sus manos, su respiración asmática, palpable en el ritmo de la frase; alguien que volvía y corregía hasta pelar el hueso, despejaba y despojaba para que quedara la palabra a flor de piel, la piel viva, en lo que bien podría llamarse una escritura ardiente. Vueltas a leer, sus narraciones deslumbran por esa obstinación: pasa con El limonero real, con El entenado, acaso sus mejores logros. Ciertos ensayos releídos de El concepto de ficción abruman por la claridad de las ideas (siempre personales y a contramano de la opinión dominante). Sus combates contra el límite del género, el realismo vulgar, los modelos fáciles de la representación estética, las ingenuidades frente a la propia realidad, la explotación totalitaria del oficio dejan mucho para reflexionar y aprender a los escritores y a los lectores que vendrán. Varias veces confesó una visión formada a partir de lo que el lenguaje dice de sí mismo: "Hasta los dieciséis o diecisiete años, la poesía constituyó el noventa y nueve por ciento de mis lecturas". Desde ese fondo "pavesiano", vio y vivió la literatura hasta el fin, como una inmensa y bella tarea humana. Por eso, mi exposición en el Malba llevará una cita del Diario de Cesare Pavese, pensada, se diría, para Saer: "Si lograras escribir sin tener que suprimir nada, sin volver sobre lo escrito, sin realizar retoque alguno... ¿seguirías escribiendo con gusto? Lo hermoso consiste en pulirte y en prepararte con toda calma a transformarte en cristal".Fuente: Mario Goloboff

12 julio, 2014

Nochero. Juan José Saer


  
    El hombre, de unos treinta años, se ha detenido hace un momento ante la vidriera de la confitería: parece absorto en la contemplación de las golosinas, acomodadas con meticulosidad para hacer resaltar cierta combinación de gustos, formas y colores. Los bombones, alineados sobre bandejas plateadas, envueltos en papel metálico verde, azul, colorado, según el relleno tal vez, o si no sin envoltorio ninguno, ocupan, en profusión ordenada, el centro de la vidriera; masas cuidadosamente colocadas dentro de unas bandejitas de papel blanco, duro y acanalado, cuyos bordes, terminados en una especie de puntilla gruesa que recuerda vagamente una prenda interior femenina, escoltan, alineadas alrededor, el centro ocupado por los bombones. El hombre fuma: la mano izquierda, metida en el bolsillo del sobretodo de cuero rígido y brilloso, que parece recién comprado, roza, sin que el hombre sea consciente de ello, los dos o tres billetes plegados unos dentro de los otros en el fondo del bolsillo.
En realidad, los ojos del hombre no miran las golosinas de la vidriera, sino el perfil de la nena que está casi pegado al vidrio. La nena, que por alguna razón se ha demorado a la salida de la escuela, ya que el delantal blanco se le divisa por debajo del ruedo del tapadito y lleva un portafolios de tela en la mano, tiene nueve o diez años y su mirada recorre, más como si estuviese haciendo un inventario imparcial que con verdadera avidez, el orden rococó que se despliega ante ella, detrás del vidrio. En la cara del hombre, limpia y bien afeitada, comienza a dibujarse una sonrisa imprecisa, un poco torpe, y se ve bien que está preparándola con anticipación para cuando la nena se dé vuelta, o tal vez piensa recorrer, de un momento a otro, sobre la vereda gris, los pocos pasos que lo separan de ella con el fin de dirigirle la palabra. La gente pasa, apurada, en el anochecer helado, por la vereda y por la calle, cerrada al tránsito todavía, sin prestar la más mínima atención a la escena discreta que transcurre junto a la vidriera de la confitería. Hace demasiado frío; el día nublado se hunde ya en la noche sin estrellas, y dentro de pocos minutos los negocios empezarán a cerrar, de tal manera que las escasas personas que se han visto obligadas a salir a la calle se apresuran con el fin de llegar lo antes posible a sus casas para comer algo rápido antes de que empiecen los primeros programas nocturnos en la televisión.