23 abril, 2014

Cambalache. Osvaldo Bayer

Como todos los días, al amanecer, voy a buscar los diarios al buzón, que me deja el “canillita” con auto. Además de dos diarios está también una revista semanal. Las leo. Una hora después termino la lectura. No puedo creer. Camino unos pasos y me viene a la memoria una letra de tango. Lo canto a media voz aunque quisiera gritarlo. “Cambalache”, del filósofo de la calle Discépolo:

Siglo veinte, cambalache
Problemático y febril...
.................
Vivimos revolcaos en un merengue
Y en un mismo lodo,
Todos manoseaos.

Vuelvo al diario. Leo su titular: “Joven, sin posibilidades y amargado”. Y el subtítulo: “Alarma, hoy, en el Día de la Juventud, en todo el mundo la crisis financiera empuja a los menores de 25 años a la marginación”.

El artículo se basa en un estudio de la ILO, la Organización Internacional del Trabajo con sede en Suiza. Señala que en Europa, el número de jóvenes desocupados aumenta mes a mes. España, por ejemplo, anuncia una desocupación del 40,3 por ciento de jóvenes menores de 25 años. Y eso que, en el 2007, esa cifra llegaba apenas al 17,5 por ciento. Dice la crónica: “La cifra avanza en forma dramática” y cita al diario español El País, que habla de “una generación cero con muy pocas perspectivas y sin ninguna chance de empleo”. Y no sólo ocurre esto a los que han abandonado sus estudios y tienen poca preparación en oficios sino también a los jóvenes académicos a quienes “les esperan múltiples problemas para encontrar un empleo después de finalizar sus estudios”. Además, explica la ILO, “mismo los que obtienen un empleo, en el 2010, no tienen seguridad para planificar su futuro ya que el noventa por ciento de los trabajadores españoles menores de 25 años sólo reciben contratos con plazo limitado que pueden ser fácilmente rescindidos”.

A esa generación de jóvenes, en círculos especializados, la denominan “Ni, ni”, es decir, “ni estudian ni trabajan”. Acerca de esto, el sociólogo Philipp Woldin escribe: “Se trata de una generación sin estímulo, que ya no tiene sueños de futuro y que se ven ellos obligados a vivir con sus padres. España teme que debido a la crisis económica crezca una ‘generación perdida’ de jóvenes”. Las consecuencias, según los expertos, “para esa generación serán miedo al futuro y falta de motivación y, por supuesto, una larga dependencia del hogar paterno”.

La ILO advierte que en el 2008, en el mundo entero, 152 millones de jóvenes debieron conformarse con una entrada de apenas 1,25 dólar por día, lo que corresponde a un 28 por ciento de la cuota mundial de desocupados.

Pero, y aquí viene lo notable, “el mayor aumento de esa desocupación como consecuencia de la crisis financiera ocurre en los países desarrollados y de ellos, más en los europeos, donde la cuota de jóvenes desocupados aumentó del 13,1 por ciento, en 2008, a 17,7, en 2009. La que mejor se mantiene en los países desarrollados es Alemania, donde esa cuota alcanza al 11 por ciento.

Las consecuencias son, y lo dice el informe de la ILO: aumento de la criminalidad, problemas psíquicos y aumento del consumo de drogas.

18 abril, 2014

"En aquél Macondo olvidado hasta por los pájaros, dónde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa dónde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Ursula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra (...)"

Gabriel García Márquez
Cien años de soledad (fragmento)

05 abril, 2014

La araña

El piso duro y frío de baldosas coloradas lo hace estre­mecer cuando apoya en él la espalda desnuda. Deja los ci­garrillos y los fósforos sobre su pecho. Mira el cielorraso. No piensa en nada. Su piel entibia casi en seguida las baldo­sas. Cierra los ojos y respira lento, inmóvil, haciendo crujir ligeramente el celofán del paquete de cigarrillos depositado sobre su pecho. Llega, hasta sus oídos, sin estridencias, el ru­mor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en un gru­mo, en la siesta. Se incorpora, apoyándose sobre el antebra­zo, y los cigarrillos y los fósforos saltan de su pecho, uno a cada lado de su cuerpo, chocando contra las baldosas colo­radas. Se incorpora todavía un poco más y queda sentado, mirando a su alrededor. Están la mesa y las sillas, las pare­des blancas, el rectángulo de la ventana por el que la luz de la siesta, indirecta y ardiente, llena la habitación de una lu­minosidad mitigada. Contra la pared está el cenicero, de ba­rro cocido, y entre su cuerpo y la pared, en desorden, las al­pargatas. Y sobre el cenicero, negra, inmóvil, adherida al barro ahumado, súbita, la araña.
Aunque la punta de la alpargata casi la toca, sigue in­móvil, como si fuese un dibujo negro, una mancha Rorschach estampada en la cara exterior del cenicero. Pero es de­masiado gorda para dar esa ilusión. Y emite, porque está viva, algo, un fluido, una corriente, que permite, incluso sin haberla visto, saber que está ahí. Cuando la alpargata la to­ca retrocede un momento —parece como que va a retroce­der pero no hace más que poner en movimiento las patas traseras— y después salta hacia un costado, despegándose del cenicero. No ha terminado de tocar el suelo que ya la plan­ta de la alpargata, que el Gato blande, la aplasta contra la baldosa colorada. El centro del cuerpo negro se ha conver­tido en una masa viscosa, pero las patas continúan movién­dose, rápidas. El Gato, la alpargata en alto dispuesto a de­jarla caer por segunda vez, permanece inmóvil: de la masa viscosa ha comenzado a salir, después de un momento de confusión, un puñado de arañitas idénticas, réplicas redu­cidas de la que agoniza, que se dispersan, despavoridas, por la habitación. En la cara del Gato se abre camino una son­risa perpleja, maravillada, y después de un segundo de va­cilación, la alpargata vuelve a golpear contra la baldosa, re­sonando. Ahora la mancha ha quedado inmóvil y definitiva, adherida a la baldosa colorada. El Gato mira a su alrededor: de las recién nacidas, producto de la rápida multiplicación que acaba de operarse, ni rastro.



Nadie nada nunca, fragmento
Juan José Saer