24 marzo, 2010

Carta a mis Amigos, Rodolfo Walsh

Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con las fuerzas del Ejército. Sé que la mayoría de aquellos que la conocieron la lloraron. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.
El comunicado del Ejercito que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era Oficial 2º de la Organización Montoneros, responsable de la Prensa Sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con ella.
La forma en que ingresó en Montoneros no la conozco en detalle. A la edad de 22 años, edad de su probable ingreso, se distinguía por decisiones firmes y claras. Por esa época empezó a trabajar en el Diario "La Opinión" y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fué detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. EL último año de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda gratificación individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía un poco más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical que era su responsabilidad.
Nos veíamos una vez por semana; cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizás diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedimos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida.
Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era hablar, sino caer. Llevaba siempre encima la pastilla de cianuro -la misma con la que se mató nuestro amigo Paco Urondo-, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie. El 28 de septiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en sus brazos a su hija porque en último momento no encontró con quién dejarla. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones largos que siempre le quedaban grandes.
A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amaneciendo, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto: "El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba, nos llamó la atención porque cada vez que tiraban una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía."
He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella, aunque conociera su manejo, por las clases de instrucción. Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.
A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego.
"De pronto -dice el soldado- hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. -Ustedes no nos matan -dijo-, nosotros elegimos morir. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros."
Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró una granada. Después entraron los oficiales. Encontraron una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella.
Esto es lo que quería decirle a mis amigos y lo que desearían que ellos transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.

10 marzo, 2010

Cómo apresar la realidad a través de la escritura

El enfrentamiento a algo superior

"Amanece y ya está con los ojos abiertos." Difícil olvidar esta frase perfecta del inicio de El limonero real, de Juan José Saer, un escritor que fue perfecto desde el comienzo, como lo define Beatriz Sarlo, y que "no conoció las vacilaciones de un comienzo". Un puñado de intelectuales, escritores, críticos, directores de cine y amigos del autor –María Teresa Gramuglio, Sarlo, Alan Pauls, Miguel Dalmaroni, Fabián Casas, Carlos Gamerro, Jorge Monteleone, Alberto Díaz, Mario Goloboff, Guillermo Saavedra y Martín Kohan, entre otros– lo recordarán hoy a las 18 en el Malba (Figueroa Alcorta 3415), con entrada libre y gratuita (ver aparte), a 70 años de su nacimiento y dos de su muerte. Durante las jornadas Variaciones Saer, que se prolongarán también los miércoles 20 y 27, se analizará su obra narrativa, poética y ensayística y su relación con el cine (se proyectarán retratos fotográficos, además de material fílmico basado en su vida y obra, como Nadie nada nunca, Cicatrices y Palo y hueso) como variaciones de un mismo núcleo: la riqueza y la complejidad de una obra narrativa que se expande y se ramifica, que estimula nuevos diálogos y enfoques en el mundo de la crítica y de la producción literaria actual.

Salir de la dicotomía borgeana

¿Qué nuevos diálogos o enfoques permiten hoy la producción saeriana? Guillermo Saavedra dice que la obra de Saer plantea un camino, poco explorado, que permite salir de la dicotomía de escribir con o contra Borges. "La clausura y claustrofobia que produjo Borges provocó cierta saturación en la literatura argentina", explica Saavedra a Página/12. "La relación que Saer establece con Borges es muy sutil, y quizá precisamente no es una relación estudiada desde adentro, sino desde afuera. Por empezar, Saer escribe casi preponderantemente novelas, género que Borges no transitó deliberada y programáticamente. Ahí tal vez habría una refutación a la famosa explicación de Borges de por qué no escribía novelas. Borges decía que era imposible escribir novelas sin rellenos, sin ripio. Para él la escritura era algo que debía prescindir de todos los momentos innecesarios, y que eso sólo podía ocurrir en la poesía, en el cuento o en ensayos breves. La prosa de Saer, que fue planteada programática y explícitamente con el máximo de condensación, el máximo de distribución, lo que generalmente se le atribuye a la poesía, es una maravillosa refutación de esa aparente imposibilidad que planteaba Borges." El poeta, editor, crítico de literatura y teatro y periodista cultural sugiere que "tal vez, el hecho de que Saer se haya manifestado más en un género que, aparentemente, excluye la confrontación con el modelo borgeano, sea una de las razones por las que no se haya pensado tanto la obra de Saer en relación con Borges".

En El escritor argentino en su tradición, incluido en Trabajos, volumen que reúne artículos periodísticos escritos a partir de 2000, Saer revisa el texto de Borges sobre la famosa conferencia que dio en 1953. "La conclusión de Borges es correcta pero incompleta –señala Saer–; para él, la tradición argentina es la tradición de Occidente (por cierto que esta afirmación es válida no únicamente para la Argentina, sino para cada parcela del continente americano, desde Alaska hasta Tierra del Fuego, donde el elemento europeo haya penetrado). Pero es incompleta porque parece ignorar las transformaciones que el elemento propiamente local le impone a las influencias que recibe. La propia literatura de Borges es producto de esa interacción."

Saavedra plantea que si se tuviera que confrontar a Saer con Borges, por la manera en que recuperan autores y construyen un canon, sería "más" fácil. "Arlt era una de las ‘bestias negras’ de Borges, a pesar de que Piglia hace ese maravilloso casamiento en Respiración artificial y en algunos ensayos muy famosos, donde Borges y Arlt, más que antagónicos, serían las dos alas posibles de la literatura argentina. Sin embargo, si uno le cree explícitamente a Borges, Arlt está por fuera de su canon, porque escribe mal, entre comillas, y se ocupa de cosas escabrosas que para Borges habría que dejar fuera de la literatura, por lo menos en la manera de tratarlas. Y uno de los pilares que reivindicaba Saer era Arlt." Otro escritor fundamental para el mundo saeriano, subraya Saavedra, es Onetti, "del que Borges hablaba poco y nada". Y otro autor que no aparece en el universo de Borges, pero es fundamental en la escritura de Saer y que está incluido como un personaje en clave dentro de su obra, es Juan L. Ortiz. "Además de Antonio Di Benedetto, Arlt, Onetti y Ortiz son los escritores de base del Olimpo saeriano", señala Saavedra. "Arlt ya había sido rescatado por el grupo de Contorno a mediados de los cincuenta, pero Juan L. Ortiz era un escritor de culto visitado por los autores de la región, los santafesinos como Saer, Hugo Gola, y otros poetas de la zona."

La escritura perfecta

"Narrar no consiste en copiar lo real, sino en inventarlo, en construir imágenes históricamente verosímiles de ese material privado de signo que, gracias a su transformación por medio de la construcción narrativa, podrá al fin, incorporado en una coherencia nueva, coloridamente, significar", escribió Saer en El concepto de ficción. La escritura "impone" una realidad y no a la inversa, porque la realidad, al ser esencialmente inestable, sólo puede ser apresada a través de la escritura. Indagación obsesiva sobre lo real, su obra se despliega como una interrogación infinita acerca de las posibilidades del discurso narrativo para acceder a alguna forma de experiencia o de conocimiento. La descripción minuciosa de cada contingencia, la dilatación y la morosidad y la repetición de lo ya narrado acentúan más la insuficiencia que la ineficacia de las versiones previas, tornando incierto no sólo el estatuto de lo representado, sino la percepción de lo narrado. En uno de los artículos de Escritos sobre literatura (Siglo XXI), Sarlo aclara que el escritor no comunica sus ideas sobre el tiempo, la subjetividad, el recuerdo, sino que les da una forma de relato. "Pero sus diálogos, como los de Musil, transcurren entre la consideración seria de lo irrelevante y la perspectiva irónica sobre lo que intuye verdaderamente serio. Son relatos de pensamiento, sin que sean los personajes quienes lo transmiten. El problema del tiempo y de lo real, Saer lo muestra en estado de ficción."

Saer decía que "el uso personal de la lengua es el jardín secreto en el que cada uno cultiva las especies de su predilección". En ese espacio íntimo, privado, "las leyes del idioma se relativizan y la infancia que persiste en el adulto, la ensoñación, la somnolencia, incitan a veces a retorcerle el cuello a las palabras como otros antes a la retórica o al cisne". Según el escritor, la acumulación asociativa única que el uso personal de las palabras obtiene en el transcurso de una existencia "le da a cada una el tenor de una pieza única que reúne en ella, más allá del significado estricto que le atribuyen las gramáticas y los diccionarios, la paleta multicolor de connotaciones recogidas en su ir y venir por los campos de la experiencia". Y ejemplificaba: "El verde de la hierba no es un mero adjetivo, sino la vivencia simultánea de los mil matices de verde percibidos y almacenados en la memoria".

"Una escritura de rigor implacable transmite una vibración de experiencia y sentimiento", afirma Sarlo. "Lejos de todo pintoresquismo, está sin embargo la resonancia de un mundo campesino, de una lengua regional y una entonación que parece ajena a la compleja forma y, sin embargo, se pliega a ella. Saer descubrió un modo de representar su zona santafesina sin costumbrismo exterior, sin la condescendencia ni la nostalgia del escritor urbano; allí está el Paraná y sus pescadores, grabados en una escritura perfecta." Como los de toda gran literatura, los personajes saerianos tienen un rostro que tarde o temprano terminamos por reconocer: es el de cada uno de nosotros.

Silvina Friera