30 octubre, 2013

Hace 30 años: terminaba la dictadura y el peronismo perdía por primera vez

Proceso de Reorganización Nacional, como ambiciosamente se había autodenominado la dictadura iniciada el 24 de marzo de 1976. Desde ese momento, empezaron los reacomodamientos de cara a las urnas. Las fuerzas políticas y sindicales que ya habían comenzado a salir del letargo antes de Malvinas se lanzaron decididamente a la calle, con un reclamo de libertad y justicia.
     La derrota de Malvinas, en junio de 1982, marcó el comienzo del fin del
Desde el año anterior, se había iniciado la movilización política y sindical ante el evidente desgaste del gobierno militar y su fracaso económico. De hecho, la operación Malvinas nació del intento de la cúpula del Proceso de buscar una salida al empantanamiento, recuperar consenso y hasta conquistar la gloria.

A mediados de 1981 se había conformado la Junta Multipartidaria, por iniciativa del líder radical, Ricardo Balbín, y con la finalidad de negociar con el general Roberto Viola, que ocupaba entonces la presidencia desde la cual había llamado a un "diálogo", obviamente condicionado por las armas.

Poco después, desgastado, Viola fue remplazado por el general Leopoldo Galtieri.

Los sectores sindicales más combativos, reunidos en la CGT Brasil (la central sindical estaba dividida ente este sector y el dialoguista, o CGT Azopardo) convocan a una marcha el 30 de marzo de 1982 a plaza de Mayo. En la represión, hay un muerto y cientos de detenidos. La situación política y social es muy tensa, pero, 48 horas después, el 2 de abril, los militares desembarcan en Malvinas.

La tregua con la sociedad durará hasta la rendición, el 14 de junio. Galtieri renuncia y asume el general Reynaldo Bignone, que anuncia el levantamiento de la veda política e intenta negociar con la Multipartidaria. Pero ya no había freno posible para las demandas de apertura. 


La hora de las urnas
Balbín había fallecido en septiembre de 1981. Era la hora de Raúl Alfonsín, líder del Movimiento de Renovación y Cambio, corriente interna del radicalismo, con la cual se impone primero como presidente del partido y más tarde como candidato a presidente. 

27 octubre, 2013

La placita de mi barrio. Osvaldo Bayer

Mi familia llegó a la Capital en el año 1934, cuando yo tenía siete años. Fuimos a vivir al barrio de Belgrano. Allí, a una cuadra de nuestra casa, estaba la placita que hoy se llama Alberti, en la calle Arcos y Roosevelt (calle que antes tenía el bello nombre de Guanacache). Esa placita –de una manzana– era nuestro lugar de juegos. Era muy bella, con un césped bien verde y muchos árboles y flores. Había rosas, margaritas, jazmines y cien flores más. Parecían cuadros pintados. Sí, había un llamado placero que cuidaba que no pisáramos ni el césped ni las flores, ni que tampoco arrancáramos esos bellos productos de la primavera y el verano. Nosotros jugábamos en los caminos a la mancha, a la cupa, corríamos carreras, a la bolita, a llevarnos a cocochito y a otros cien juegos más de aquella época, con los cuales no pisábamos el césped ni los jardines. El placero nos sonreía pero nos retaba si alguno no cumplía con la orden no escrita de no pisar los canteros.
Hoy, la enorme tristeza. Para los niños y para los adultos que alguna vez fueron niños y recuerdan aquel colorido paisaje de nuestra plaza. La querida placita de mi barrio es nada más que un baldío sin flores ni césped. Es pura tierra hecha polvo. Ya no existe la profesión de placero.
Y aquí viene la pregunta: ¿por qué el señor Macri, supremo hacedor de esta capital cada vez más triste y sucia, amontonada y ruidosa, con cada vez menos niños y cada vez más ruidos, no hace cuidar para nada nuestras plazas pero sí les pone rejas?
He vivido en muchas ciudades del mundo y jamás he visto algo así. ¿Es un producto de la irracionalidad o de la deshonestidad? No cabe otra disyuntiva. ¿Por qué, por ejemplo, no hay más placeros en nuestras plazas? Aquellos hombres pacientes que recorrían los espacios verdes para cuidar que nadie le hiciera daño. Por razones económicas, me responden. ¿Por qué se ponen rejas a los paseos públicos? Para que de noche no vengan los vagos y malentretenidos a dormir en sus bancos, me responden. Una respuesta más irracional que la otra, más mezquina que la otra, más inhumana que la otra.

11 octubre, 2013

Alice Munro, el arte de una voz marcada por la discreción

Es una notable cuentista canadiense, que encontró a sus lectores globales hace poco. Se destaca su maestría en el realismo y su destreza en el relato. Es la decimotercera mujer que gana el Premio.
 
Debió parpadear rápido, incrédula ante la noticia con que su hija la despertó a las 4 de la madrugada. Alice Munro no se encontraba en su casa cuando la llamó la Academia sueca con el anuncio pero hizo sus declaraciones temprano por la radio estatal de Canadá. “Parece imposible”, dijo. “Tan espléndido que no tengo palabras. Espero que esto haga por que la gente tome el cuento como un arte importante, no un pasatiempo hasta tanto llegue la novela”.
El Nobel distinguió a una creadora indudable (Secretos a voces, Escapada, Demasiada felicidad, Mi vida querida, entre once libros de cuentos traducidos al castellano, más La vida de las mujeres, novela, y las bellas memorias de La vista desde Castle Rock), a quien consideró “experta en el cuento contemporáneo”. Es un premio de consenso para quien tiene decenas de miles de lectores en Norteamérica pero cuya trascendencia internacional logró hace pocos años -y un fallo que deja en improbable espera a novelistas como Don DeLillo y Philip Roth.
Nacida en 1931, Alice Munro creció en medio de la nada en el estado de Ontario (en el país más grande del globo y uno de los más deshabitados), en el criadero familiar de zorros y visones, en tiempos de penuria económica y abrigos de piel. Aún vive en Clinton, un pueblo de 3.000 habitantes no muy lejos de donde nació, en el sudeste del estado. Pero aunque ese ha sido el principal escenario de sus relatos, su voz no cultivó la marca regional. Uno de los pocos reportajes concedidos en su vida, a la revista The Paris Review, consigna que la librería más cercana le queda a unos 48 kilómetros -en Stratford-, y que sigue usando una máquina manual de carretel.
Munro ha sido comparada con Anton Chejov por su penetración psicológica y su maestría en el realismo. La mayoría de sus personajes atraviesa momentos de cambio o inestabilidad y despliega eso que podríamos llamar el enigma del prójimo. Transcurren en comunidades suburbanas o rurales, aún más despojadas debido a la parquedad de sus vecinos. Pese al realismo, su estilo suele tomarse libertades en los tiempos de la narración; pasado y presente, con los pasajes del recuerdo, a menudo se encabalgan. Ella misma dijo alguna vez que sus historias podrían ser las que se oyen en una cocina mientras las mujeres cocinan para muchos invitados.
Al comentar Castle Rock, la británica Hilary Mantel la elogiaba por haber expandido el género de memorias “más allá de los confines de una vida”. Es allí, observa Man tel, se aprecia todo el arco de su estilo, con sus “formas narrativas difusas, que proceden como un oleaje, las delicadas ondas de alusiones, la implicancia, la perdurable resaca de los intercambios humanos”. Y es cierto que quizá su mayor destreza resida en la alusión, en el dominio de un arte discreto.
Al conocer la noticia, la compatriota Margaret Atwood escribió en el diario The Guardian: “Ella es la quintaesencia de lo canadiense. Ante el Nobel, actuará con modestia, no se hinchará de orgullo. El resto de nosotros, en esta magnífica ocasión, nos hincharemos por ella”. Aunque es la primera canadiense premiada con el Nobel, Munro es próxima a una tradición literaria -la Norteamérica anglosajona- riquísima en autoras de ficción -Edith Wharton, Willa Cather y Katherine Ann Porter, todas ellas premio Pulitzer, la magistral Flannery O’Connor, las contemporáneas Mary McCarthy, Joyce Carol Oates y Joan Didion. Pero todas ellas son estadounidenses. A diferencia de estas, no indaga tanto en la subjetividad como en la relación de un individuo con su marco, la familia, la comunidad, la ley en sus diversas sujeciones. Y al cabo, el enigma de los semejantes puede quedar oculto para ceder el plano a la sustancia del amor y el resabio de los odios, a lo callado que se dice tardíamente.
La figura literaria de Munro parece el reverso de la última escritora que ganó el Nobel, la austríaca Elfriede Jelinek, una novelista de ruptura que interpela con violencia al lector. En contraste, Munro parece haber sido feliz, una mujer identificada y agradecida con el destino -aunque ella no use esta noción, con su linaje homérico, y prefiera referirse a los imponderables de la vida. Cuando le preguntaron por el título Mi vida querida, uno de sus últimos libros, replicó: “Escuché esa frase de niña y tenía toda clase de sentidos. ‘¡Ay, mi vida querida!’ podía significar que uno se sentía abrumado por las exigencias que debía afrontar. Uno siempre escucha que la gente se cuenta historias para ilustrar, supongo, lo extraña que es la vida.” La sencillez es artificio, por lo tanto; enmascara su densidad.
En el artículo subido ayer en The Guardian, Atwood recordaba que el camino de la autora al Nobel “no fue fácil”. Al comienzo Munro fue menospreciada como “una ama de casa” y por “demasiado doméstica”. Leída hoy, no es ajena a la eficacia de su prosa la astucia comedida con que mira lo cotidiano.
Ha recibido antes varios premios, como el Man Booker Internacional, el PEN/Malamud, a la excelencia en ficción breve, y el premio nacional del Círculo de Críticos Literarios. Munro es su primer apellido de casada; hoy vive con su segundo esposo, Gerry Fremlin.

Fuente: clarin.ar