24 junio, 2010

No están registrados. Osvaldo Bayer

Sí, fue un verano europeo como el que se está viviendo ahora: lluvia fresca todos los días en el imparable verde que crece. Y el sol de a ratos para que no lo olvidemos. Bien, sí, así fue en 1914, el día que comenzó la Primera Guerra europea; bien, sí, así fue el día de 1939 en que comenzó la Segunda Guerra europea, apenas veinte años después de terminada aquélla, en 1918. Las interpretaciones de hoy de filósofos, de historiadores, de politólogos no es otra que: inexplicable. ¿La humanidad se volvió loca? ¿O el ser humano es loco de por sí al llenarse la cabeza con términos como “heroísmo”, la “sagrada patria”, “el honor del pueblo”? Y marcharon hacia la muerte.

Hoy ya es totalmente incomprensible. No hay ninguna ciencia que lo pueda explicar. Ni todas las variedades de la psicología, ni todas las ilusiones de la literatura. Basta esta muestra que no tiene explicación ninguna: en el osario común del cementerio de Verdún se hallan los huesos de 128.000 o 130.000 (es lo mismo) soldados muertos en esa batalla que nunca pudieron ser reconocidos. Vamos a repetir: 128.000. Vamos a contarlos uno por uno. Son los no reconocidos. Es decir, que salieron cantando desde sus ciudades, contentos con sus uniformes, con flores que les daban sus mujeres y llegaron hasta Verdún y ahí después de ser despanzurrados por los bayonetazos, o por las bombas o por las balas de ametralladora murieron en las trincheras llenas de mierda, es el último perfume que sintieron pese a que los campos estaban llenos de flores silvestres. Millones de mujeres tuvieron hijos para que después los mandaran al lugar donde morirían y jamás se los reconocería. Hasta perdieron el nombre. Los borraron por completo. Mientras las iglesias repicaban campanas, los intelectuales leían poesías encendidas de patriotismo, las mujeres trabajaban todo el día en las fábricas de armas y tenían nuevos hijos para nuevas guerras.

¡Los intelectuales! En toda Europa fueron de pronto los patriotas más encendidos. En Alemania llamaron a la guerra nada menos que Hermann Hesse, Thomas Mann, Rainer María Rilke, Hugo von Hoffmannstal, Arnold Zweig, Oskar Kokoschka, Franz Marc, Otto Dix, Alfred Döblin, Gerhard Hauptmann. Mientras tanto iban a morir en esa batalla de Verdún 335.000 alemanes y 350.000 franceses. ¿Lo repetimos? Ni uno más ni uno menos. ¿Por qué? Porque como dice Hermann Hesse en su poesía El poeta a los guerreros: “Vosotros, los que estáis allí en el frente, en las batallas, sois mis hermanos, amados por mí”. Sí, Hermann Hesse, el que leímos todos. Y Thomas Mann exigía que en la guerra, los deberes del intelectual en la guerra son: “La explicación, la santificación y la profundización de los sucesos guerreros”. Todo para que los soldados murieran en la mierda. Pero donde ya se llega al disparate: 93 intelectuales, científicos, artistas, entre ellos Max Planck, Max Reinhardt, Wilhelm Röntgen, Gerhard Hauptmann, etc., escribieron el “Llamado al mundo de la cultura: creednos, creed que nosotros llevaremos esta lucha hasta el final como un pueblo cultural, para el cual es tan santa la herencia de un Goe- the, un Beethoven, y un Kant como respeto al hogar y al paisaje patrio. Aquí estamos nosotros con nuestro nombre y nuestro honor”.

El historiador Michael Jürgs ha descrito en su trabajo Los poetas y la guerra la posición de Ernst Jünger (llamado por algunos el “Borges alemán”, mientras que otros señalaban que Borges era el “Jünger argentino”). En su libro Tormenta de acero, Jünger describe su posición en esa guerra: “Nosotros habíamos abandonado los claustros, las aulas y los talleres y nos habíamos fundido en un cuerpo grande, entusiasta. Crecimos en una época de seguridad, sentimos de pronto la necesidad de lo extraordinario, del gran peligro. Nos había abrazado la guerra como un éxtasis. La guerra debía brindarnos la grandeza, la fuerza, lo solemne. Nos pareció un hecho varonil, una especie de fiesta de caza en un prado con flores regadas con rocío de sangre. Ninguna muerte es más hermosa en este mundo”.

Sí, pero al recibir el bayonetazo en el vientre, el joven soldado de 18 años no recibía ninguna flor ni ningún rocío. Sólo la diarrea que brotaba de sus intestinos destrozados. Tampoco el fabricante de cañones, fusiles y ametralladoras recibía ni rocío ni flores pero sí una buena suma de billetes en su banco preferido. Poesía y ganancias; muerte y negocio; heroísmo y las bajezas más irrisorias de la vida de políticos, y militares e industriales bélicos.

Pero lo más patético es que veinte años después de los millones de jóvenes asesinados en los campos de batalla comenzaba una nueva guerra, aun más perversa, con bombardeos que borraban las ciudades. Ahora sí, el fuego y la sangre y la mierda llegaban a la casa de cada hogar, también en la de Ernst Jünger, sin margaritas ni rocíos.

Europa, en silencio, y con horror recuerda en agosto los noventa años de la iniciación de esa guerra sucia, perversa, cobarde, cruel: el que tiene mejor arma, gana. Cuando hoy se habla del tema hay vergüenza, no hay explicación posible. Los que ganaron y los que perdieron. Las que siempre han perdido son las mujeres: esas marchas con los niños sedientos y hambrientos, esas ciudades con todo en el suelo, esas ciudades que debieron reconstruirlas ellas. La brutalidad, la violación, la vergüenza hasta el hartazgo. Nada se aprendió. Vino la terrible representación de Hitler. Ahora empezó el Otro a imitar. Primero esa figura histriónica del Kaiser con el penacho de plumas y 155 medallas en el pecho y ahora este cowboy de salón de lustrar bombardeando ciudades y matando cada vez más niños.

Y la pregunta que cabe y alguien tiene que hacerla: y qué hicieron las mujeres, por qué aguantaron toda la estupidez y estolidez de los hombres. Más todavía, ahora ya se las empieza a usar vistiéndolas de soldados y enseñándoles también a torturar.

Tal vez ellas hubieran hecho posible o todavía pueden hacer posible aquel sueño de la paz eterna. Formando unas Naciones Unidas de Mujeres que se opusieran a toda acción bélica. En peligro de guerra, las bases se prepararían para decir no en las calles, sin grandes dificultades, en especial cuando comienza el llamado a los hijos a la movilización.
Esas Naciones Unidas de Mujeres serían convocadas –por obligación– por las Naciones Unidas actuantes. Y ahí se vería quién tiene más fuerza. Lo hemos visto últimamente en Europa cómo reaccionó la población de diversos países que salió a la calle y cubrió el cemento. Esa gente en la calle decidió la neutralidad de Alemania y de Francia. Ante el cuatrero internacional no hay otro método. Hay que cortarle la mano larga.

La socióloga alemana Ulrike Brunotte ha investigado en su libro Entre Eros y Guerra. Las uniones de hombres y su ritual el porqué del atractivo que ejerce la guerra y el llamado al combate entre los hombres. Presenta a la guerra como una experiencia deseada por la comunidad masculina de las ligas de la sociedad de hombres. Es para ellos un acontecimiento delirante, como un ritual mortuorio místico sin regreso. E investiga toda la literatura que concebía la guerra como la experiencia máxima de la masculinidad... La literatura y todas las asociaciones que enseñaban la vida dura, la aventura, los cánticos hacia la nada. Comentando este libro, Angela Gutzeit se pregunta por qué al comenzar el siglo veinte se desarrolló una imagen del Hombre que en una reflexión propia rechazaba con asco, con disgusto todo lo femenino, todo lo que fuera mezcla y democrático; para presentarse como ideal todo aquello claro como el cristal, el héroe masculino. Y dice la autora del libro que en la actualidad ha comenzado lo estólido propio de la masculinidad que está ganando en estabilidad en la política y en las actividades militares. Es justamente la pérdida de la Primera Guerra Mundial y el movimiento nazi que había unido entonces este culto de la amistad masculina que hará despreciar profundamente la democracia, el judaísmo y el feminismo. Con la pérdida de la segunda guerra se perdió todo eso, pero ahora con la autoescenificación de George W. Bush está comenzando a penetrar algo de la unión masculina ante el terrorismo de otra religión y la guerra no definida con el mundo árabe.

Es importante el estudio que hacen mujeres sobre este aspecto insoslayable del hombre y el tratar de explicarse el porqué lo atractivo irracional de la marcha indefinida del ser militar. Pero claro, pese a ese tratar de dejar al desnudo la agresión y la misión hay que seguir de cerca también el otro aspecto que ha movido siempre profundamente a todas las guerras: los intereses económicos y la agresividad de los grandes países dispuestos siempre a enseñar su moral a los países sometidos por el sistema mundial del comercio.

Los huesos de ciento treinta mil soldados de la Primera Guerra muertos en Verdún se amontonan sin nombre en ese cementerio. No pudieron ser reconocidos. Son huesos humanos anónimos. Se tendría que crear el día del soldado muerto no reconocido y respetarlo en todo el mundo. Ese es siempre el resultado final de la guerra. Tendría que marchar una columna por las calles de Washington para que le recuerden a Bush que todavía no se sabe el nombre de los soldados muertos en Verdún. Y él sigue tirando cohetes. El olvido total, la humillación eterna del ser humano. Los soldados muertos que mataron la estupidez humana y la avaricia de los del poder no están registrados.


Osvaldo Bayer
Nació en Santa Fe, Argentina, en el año 1927.
Realizó estudios de medicina y filosofía, en la UBA para luego estudiar Historia en la Universidad de Hamburgo, Alemania.

Es historiador, escritor, periodista, guionista cinematográfico, traductor y fue Profesor Honorario, titular de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Docente de la Deutsche Stiftung für Entwicklungspolitik (Fundación Alemana para el Desarrollo), en Bad Honnef, Alemania.
Fue traductor del alemán de obras de Franz Kafka, Bertolt Brecht, Karl Jaspers, Thomas Mann y otros.

Entre 1975 y 1983, debió exiliarse, al prohibirse su film "La Patagonia Rebelde" y los libros de ese mismo nombre, además del "Severino Di Giovanni". En Alemania, donde vivió todos esos años formó parte de diversos organismos de Derechos Humanos y habló en más de cien actos en Europa denunciando los métodos de la dictadura militar. En 1997 recibió el premio "Veinte años de Madres de Plaza de Mayo", que en declaraciones públicas lo ha denominado "el premio que más valora".

Declarado doctor honoris causa por las universidades patagónicas del Comahue y de la Patagonia Austral.

20 junio, 2010

José Saramago. El hombre duplicado

(...)
'Ni el propio Tertuliano Máximo Alfonso sabría decir si el sueño volvió a abrirle los misericordiosos brazos después de la revelación tremebunda que fue para él la existencia, tal vez en la misma ciudad, de un hombre que, a juzgar por la cara y por la figura en general, es su vivo retrato.
Después de comparar demoradamente la fotografía de hace cinco años con la imagen en primer plano del recepcionista, después de no haber encontrado ninguna diferencia entre ésta y aquélla, por mínima que fuese, al menos una levísima arruga que uno tuviese y al otro le faltara, Tertuliano Máximo Alfonso se dejó caer en el sofá, no en el sillón, donde no habría espacio suficiente para amparar el desmoronamiento moral de su cuerpo, y allí con la cabeza entre las manos, los nervios exhaustos, el estómago en ansias, se esforzó por organizar los pensamientos, desenredándolos del caos de emociones acumuladas desde el momento en que la memoria, velando sin que él lo sospechase tras la cortina corrida de los ojos, lo despertara sobresaltado de su primer y único sueño.
(...)
El alma humana es una caja de donde siempre puede saltar un payaso haciendonos mofas y sacandonos la lengua, pero hay ocasiones en que ese mismo payaso se limita a mirarnos por encima del borde de la caja, y si ve que, por accidente, estamos procediendo segun lo que es justo y honesto, asiente aprobadoramente con la cabeza y desaparece pensando que todavia no somos un caso perdido'.

15 junio, 2010

Valer la pena

“Entre el azar y la palabra/ nace un nombre sin nombre”, escribe Gelman. Parece una sentencia a lo Porchia, pero la frase está al final de un poema hecho de merodeos y saltos que no se resuelven con advertir la presencia de un “algo” que no alcanza a ser la palabra y tiene que ver con ella. Definitoria, en buena medida, de la tentativa de Juan Gelman, es una idea que de distintos modos indaga su último libro, asumiéndose como escritura que reflexiona sobre sí misma, pero también, y más, atiende a otra obstinación, y al interrogante que la desvela: todo aquello, inconmensurable e innombrable, que se desata en el acto de escribir, y todo lo que en ese desatarse es puesto a prueba. Nadie como Juan Gelman ha demostrado saber que los nombres no nombran. Como si esa conciencia –la de que el lenguaje padece una insuficiencia irreparable– fuera no sólo la atmósfera en medio de la cual lleva a cabo su trabajo, sino también su trabajo fuera, cada vez más, hurgar en ella. Y aunque la mejor poesía siempre trabajó esa insuficiencia, Gelman llega a ella por insistencia o tozudez. Tanto como para la historia de la literatura es importante que con Violín y otras cuestiones arrancara “la generación del ’60” o “el coloquialismo de los ’60” en la Argentina, para la poesía importan las posibilidades que se abrían con aquellos versos estremecidos, que permitieron a muchos sentir que podían escribir poesía de una manera argentina, sin forzar un argentinismo programático sino yendo a cierto trasfondo de la lengua hablada. A ese “trasfondo”, un principio básico de la voz en la escritura, Gelman no lo abandonó, aun cuando fue el primer “sesentista” que emigró del coloquialismo.

Habría, a lo largo de casi 55 años y una treintena de libros, algo que persiste, bajo recursos y temas. Cierta profunda “razón de escribir”, por la cual la poesía política de Gelman no fue una poesía que hablara de o sobre cuestiones políticas: dejó que fuera la pasión o la razón política la que se pusiera a trabajar desde la materia verbal. Así también, en vez de escribir sobre la dictadura o sobre las más dolorosas pérdidas, Gelman puso en vilo con sus desgarros y contradicciones a la palabra que no podía hablar, que no tenía cómo hablar. De ahí el aspecto “seco”, “apretado”, de su escritura actual, lo que tiene de hermetismo y la frecuencia con que se sume en una atmósfera incierta y desolada. Llegado a una edad y una trayectoria en las que los escritores suelen parodiarse a sí mismos, Gelman da la impresión de estar aprendiendo, no sin costo, a escribir, como si de poco le sirviera lo hecho. No a la manera de un “joven viejo”: sin las abismales marcas de lo vivido asolando la vigilia y el sueño, serían impensables libros como Mundar o País que fue será. Es que ésta es la poesía de alguien que, a los 80 años, tiene aprendido que a escribir nunca se aprende, y que, entre las cosas que sabe, sabe que a este saber, el de escribir, siempre se llega tarde. Por eso mismo es que –para citar el título de uno de sus libros– vale la pena.

08 junio, 2010

Huellas de Villa Crespo

A ratos pienso que la conciencia de Juan se llama Alfredito, ese amigo del barrio que en su juventud le enseñó a toda la barra a bailar el tango. Y aquí, decir “barrio” es aludir a una huella inaugural. En marzo pasado, después de caminar por Villa Crespo, Juan me decía que si hubo algo determinante en su formación, fue ese barrio que, sostenía: “Me marcó como persona y supongo que me marcó para todo lo demás”. La relación barrio-impronta puede resultar obvia, aunque cada uno la vive a su manera. Me llamó la atención que Juan, a punto de cumplir los 80, ratificara con énfasis ese espacio en tanto zona de apertura, iniciación, aprendizaje, en disciplinas varias que iban de la milonga a los dados, del billar al amor. Habría que analizar qué cosas del barrio se subieron al fraseo de su poesía: seguro una gestualidad porteña, una ironía áspera, el modo de interpelar y preguntar, más las modulaciones y locuciones populares que les dan a algunos de sus textos un aire de conversación.

En los pliegues de todo eso está Alfredito; el que le enseñó a toda la barra a caminar a ritmo de milonga, el hijo de la vendedora de pollos en el mercado, el profesor exigente que instaba a lucirse: el desafío era bailar en una baldosa –dice Juan–, “pero el único que podía hacerlo era él”. Confieso que alguna vez utilicé la metáfora –que suele deslizarse al ámbito futbolero para designar las habilidades del jugador que se mueve rápido en el área chica– para expresar una idea sobre su poesía: esa capacidad de eludir lo farragoso y resolver en apenas una baldosa. El modo en que logra condensar el abanico de sus obsesiones extractándolas en un punto que nombra como “vacío incesante”. Es justamente en ese centelleo cuando Juan, según apuntó Roque Dalton: “dice cosas para siempre”.

Seguro entre los brazos que van a saludar a Juan estarán los de Alfredito, despeinando al pasar al amigo, un fuera de serie que sigue abriendo puertas con una obra amasada entre la imaginación pródiga y la urgencia por las cosas que valen la pena. De algún modo ese Alfredito y aquel breve reticulado de calles de Villa Crespo transmiten un mandato secreto para el poeta que, día con día, “se sienta a la mesa y escribe”.