30 abril, 2011

Nunca Más. Informe de la Conadep. Ernesto Sabato

Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura».

No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.

Nuestra Comisión no fue instituída para juzgar, pues para eso estan los jueces constitucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.

Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.

De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores» . Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.

27 abril, 2011

El general y la madre. Osvaldo Bayer


El general y la madre. Un buen título para un Dürrenmatt. El general ha iniciado juicio contra la madre. Pide severas penas contra ella. El general exhibe treinta y dos medallas en el pecho, las hemos contado una por una. Para que no se le deforme la chaquetilla las ha reemplazado por pequeños trocitos de géneros colorinches. Del lado derechos del pecho lleva sus distintivos, entre los cuales se destaca la de oficial del Estado Mayor. El general que durante toda su vida se calló la boca, se tapó los oídos y miró para arriba tiene treinta y dos medallas. La madre como único distintivo lleva un pañuelo blanco en la cabeza, como nuestras abuelas campesinas cuando llegaron a las pampas. El general ha iniciado su batalla más ardua. La ha emprendido contra la Madre de Plaza de Mayo porque ésta lo llamó "encubridor de violaciones a los derechos humanos". La madre había dicho textualmente estas palabras inequívocas y sujetas a una única interpretación, así, sin adornos metafóricos ni leguleyos.

En este sentido, el juez federal Jorge Ballesteros no tendrá que recurrir a los códigos antiguos ni modernos o a intérpretes del derechos positivo en la materia. Pero la madre habló aún más claro. Dijo que el general "si estuvo durante la dictadura militar en una embajada, al callarse la boca, colaboró en tapar los crímenes de su ejército; si estuvo en un cuartel, o dio o recibió órdenes que movieron la maquinaria de la tortura, el robo y el asesinato de miles de personas, es un asesino; si lo hizo por obediencia debida tendría que haber denunciado lo que vio, lo que calló y lo que supo, como primer deber de un ciudadano honesto. No lo hizo, entonces es un encubridor. Y un encubridor es un criminal. No cabe otra interpretación. Esa es la verdad". ¿Cabe otra interpretación de la conducta del general Balza? Los políticos la harán de acuerdo a la conveniencia de decir justo ahora esa verdad. Los negociadores por excelencia tratarán de ignorar el episodio, o mejor dicho, ignorar la verdad de la madre.

04 abril, 2011

El coraje civil y sus principios. Osvaldo Bayer

Los ajeros. Allá, en Rodeo del Medio, Maipú. Sí, en Mendoza. Los trabajadores de la tierra más maltratados por los dueños de todo. En estas páginas ya fueron protagonistas. Pero los dueños del ajo argentino no cejan en sus ansiedades de ganar en vez de repartir a cada uno lo suyo como aconsejan la racionalidad y la justicia entre los seres humanos. Aunque los ajeros tomaron conciencia de la explotación que sufren. Ya volcamos sus sentimientos ante la explotación, sus sueños de reivindicación. Que sus manos cosechadoras sean respetadas. Los ajeros, casi en su totalidad, bolivianos. Explotados en la tierra donde San Martín inició su marcha hacia la libertad de los pueblos latinoamericanos sin caer en la necedad y el egoísmo bastardo de las fronteras. En ese puente a la libertad que fue Mendoza, hoy se explota justo a los hijos de esas tierras su-damericanas que tendrían que ser hijos de una tierra para todos.

Los ajeros son explotados por los intermediarios que se quedan con parte de la paga de los recolectores. El convenio colectivo establece un valor por caja cosechada que no se respeta. Actualmente trabajan diez horas por día. Recordemos que los obreros argentinos comenzaron a luchar por la jornada de ocho horas en 1890.

Nuestros ajeros exigen que el trato sea directamente con los patrones y no con los intermediarios llamados “cuadrilleros”. Se ejerce violencia contra los ajeros, como la que le ocurrió a Dalmiro Condory, que fue atropellado por una camioneta, en tanto que a otros ajeros les fueron arrojadas piedras cuando trabajaban. Las condiciones de trabajo llegan hasta la humillación: “Hacen dormir hasta tres parejas por habitación con sus chicos”, declaran. En algunos lugares reinan condiciones como las de los esclavos antes de 1813. En ese sentido ha comenzado a actuar la Unión de Trabajadores Rurales y Estibadores (Uatre), que recordó a los patrones que los recolectores del ajo están comprendidos bajo el régimen de trabajo agrario, Ley 22.248.