13 octubre, 2010

Arbolito. Osvaldo Bayer. Por la identidad

”Este pueblo lleno de niños y árboles no merece llevar el nombre de un genocida...” Osvaldo Bayer clavó su mirada en el millar de personas ubicadas en el anfiteatro de Rauch, una pequeña ciudad del centro-sur de la provincia de Buenos Aires. “Ese coronel prusiano era de una crueldad terrible. A los indios les hacía el degüello corbatita para ahorrar en balas. Yo no podría vivir en una ciudad llamada así.” Bayer esperaba este momento desde 1963, cuando propuso por primera vez su iniciativa. En aquel entonces la pasó mal: gobernaba el país José María Guido y su ministro del Interior justamente era Juan Rauch, el bisnieto del citado coronel. Así, cuando regresó a Buenos Aires, Bayer fue detenido por la policía. Cuarenta años después volvió a la ciudad en compañía de Arbolito, la banda que debe su nombre al justiciero que le cortó la cabeza al militar. “Cuanto más justo sería que la ciudad se llamara así”, remató el autor de La Patagonia rebelde.
Precedidos por un canto con cultrum de dos miembros de la Comunidad Mapuche “Peñimapu”, los Arbolito se despacharon con gatos, chacareras, cuecas, candombes y huaynos. Unos treinta seguidores del grupo llegados de Mataderos, San Martín, Flores, San Telmo y Caballito, más el entusiasmo de los estudiantes de la ciudad anti-Rauch, produjeron un ritual tan extraño como inolvidable. La canción “Arbolito”, justamente, terminó de concretar el objetivo de la visita del grupo y del sabio anarquista.

“Oye, mi niño, parece ha cambiado la suerte / son esos hombres de arriba cargados de muerte / traen sus armas que queman la piel si te dan / quieren quedarse la tierra, los bosques y el mar... Arbolito, tu lanza, nuestro camino / Arbolito, las pampas son tu destino...”, cantó Agustín, arrancando el único y más que simbólico aplauso de Alberto, descendiente directo de tehuelches. Llegaron después, discurso de Bayer mediante, el hermoso “Huayno del desocupado” (“Chupa tu matecito, el hambre se va / sólo por un ratito el hambre se va / las manos rechazadas / la cabeza cansada / y Dios que no se ha vuelto a mirar acá”), “La arveja esperanza” y “Si me voy antes que vos”, de Jaime Roos.

La jornada tuvo también su toque de actualidad. “La idea de hacerle una estatua a Rauch –con esa cara de oler mal– en el medio de esta hermosa plaza proviene de épocas de la dictadura”, había denunciado Osvaldo en una atípica conferencia de prensa anterior al recital, que incluyó aplausos, pocas preguntas y la intervención de algunos “rauchistas”. “Es muy romántica su idea pero, ¿cambiamos algo con eso?”, preguntó uno de ellos. Respondió Bayer: “Entonces no juzguemos a Videla, no juzguemos a Suárez Mason. Después de todo, hubo desaparecidos, pero no estábamos tan mal. Es decir, hay explicación para todo... Pero hay algo que se llama ética y sin ella no se da un paso adelante pensando en nuestros hijos y nietos. Los hacemos vivir en una ciudad que lleva el nombre de un asesino”. El acto repercutió en los 14 mil habitantes de la ciudad. Al otro día, la radio y la televisión locales reprodujeron las diferentes opiniones de la gente respecto del tema. Muchos reaccionaron contra Bayer, más que contra su idea. “¿Quién es este intelectual para meterse con nuestras raíces?”, dijo un oyente de una radio FM. “Ahora me levanto y me encuentro con que mi pueblo se llama Rosita”, expresó otro, bastante molesto. Otros se enteraron in situ que Federico Rauch había sido un genocida. “Realmente no sabía que había matado a 400 indios”, dijo una mujer. Algunos, en cambio, vieron bien que se proponga el cambio de nombre de la ciudad. Y hasta circuló la idea de realizar un plebiscito. Pero Jorge Petreigne, flamante intendente de Rauch –que ya gobernó durante la última dictadura militar-, vivió el fin de semana largo como si nada hubiese pasado. Y su padre historiador, Jorge Petreigne, reivindicó el accionar del coronel prusiano. La verdad histórica, comprobadísima, la habían develado Bayer y su brazo musical, Arbolito.

08 octubre, 2010

Juan. Osvaldo Bayer

Juan ha recibido el premio que se merecía. La alegría de ver su nombre en las tapas. El premio a las letras que forman las palabras. A las palabras que envuelven los sueños. Juan, el poeta de las calles, de los barrios, de las plazas. Del dar la mano. Juan tiene mano de orfebre, de sembrador, la mano que acaricia la vida, pero que se vuelve puño en los tiempos humillados.

Me acuerdo de cuando lo conocí. Por los años cincuenta. Unas reuniones de poetas, escritores con esperanzas más que jóvenes. Optimistas de pura sangre. Revistas literarias, que no se dan nunca por vencidas. Aparecen, reaparecen, se pierden, surgen, siempre nuevas. Ya era poeta, Juan. Nosotros éramos literatos, periodistas, ensayistas, novelistas, cuentistas. El era poeta. En los años sesenta los sorprendí caminando adelante, a unos veinte metros de mí, a él y a Raúl. Claro, Raúl González Tuñón. Quién otro. Estoy seguro de que iban recitando “La costurerita que dio aquel mal paso”. Evaristo Carriego. El poeta que debe haberlos despertado del sueño a los dos.

Juan, después, los sesenta. No sólo siguió escribiendo poesía todos los días. Sino que también se metió con todo en la lucha contra una sociedad que creaba villas miseria en las pampas más ubérrimas de la Tierra. La lucha, sus búsquedas. Sus libros siempre presentes, uno tras otro. Cada vez más comprometido. Dando la frente a los uniformes de turno. Pero Juan se daba tiempo también para remar en el cielo buscando estrellas y amaneceres, ninfas y silencios.

Juan ahí, tomando la revolución por la puerta delantera, sin interpretaciones academicistas. Pero siempre poeta. Con sus ojos más allá.

Pero la Muerte, de pronto. La Muerte de uniforme. Generales, almirantes, brigadieres, comandantes, comisarios generales, secretarios privados. Y los civiles marianizados de siempre con sus sonrisas genuflexas. Y Juan siguió en las trincheras de la vanguardia.

Hasta que vino la derrota. El dolor profundo. Me escribiste a Berlín, Juan, desde Roma, el 27 de mayo de 1979. No te dabas por vencido. Me comunicaste que seguías trabajando “en un proyecto político que tiende a crear una síntesis a partir de la derrota, un proyecto que, antes o después, me regresará al país”. Y buscabas la razón de tu tristeza y me decías: “La pelea por conseguir una política más sensata, la pérdida de tantos compañeros, el secuestro de mi hijo, de su compañera, del nieto por nacer, me distrajeron de mi condición de desterrado, me hicieron rotar por un limbo extraño, contradictorio, fantasmal y, muchas veces, alucinado”. Y agregabas algo para emocionarse en esos años de tantas luchas: “En poco más de un año escribí cinco libros de poemas con un par de obsesiones recurrentes. Una, el amor, una mujer amada; otra, la derrota, la muerte de los compañeros, mi hijo. Supongo que todo eso me distrajo también de mi condición de desterrado. Sólo ahora la empecé a admitir. Lo que escuché durante esa semana me llevó a reflexionar y escribir, que es mi manera de reflexionar sobre el exilio, nuestro exilio”.

Te contesté de inmediato desde Berlín, donde vivía yo el injusto destierro, así: “Querido Juan: no puedo decir alegría, más bien algo así como un agradecido deseo nostálgico de recordar, de recordar tu rostro de antes y de imaginarme el de ahora, con la belleza que da el sufrimiento a los nobles; eso es lo que sentí al recibir tu carta. He seguido tu lucha. Te he comprendido en todos tus pasos. Yo no puedo ser juez de un hombre de lucha, de un hombre de la permanente vanguardia, de un hombre que es la negación del oportunismo y el ejemplo puro del buscador nunca resignado. Juan: te he seguido más que en todo eso, en tu poesía. Las hemos leído mil y una vez en las reuniones de solidaridad aquí en Europa. La última, en Berlín, el público escuchó tus versos –magníficamente leídos por dos actores alemanes– como quien se halla en un oficio divino. Por eso, Juan, ves que todo está allí, en tu obra, para siempre. No la podrán ni destruir ni matar ni secuestrar ni torturar ni encarcelar. Está y estará allí, permanente. Ese convencimiento tiene que ser tu reposo, tu tranquilidad. Porque la lucha pasada, presente y futura, está en tu poesía. Que el reposo no te remuerda pensando en que la mejor poesía tiene que ser la acción. Porque por sobre tu ejemplar vida de luchador resplandece la poesía. Descansa ahora de la acción, no como resignación, sino como paso al vuelco total hacia la poesía. Las próximas generaciones esperan: van a querer saber de la poesía de la resistencia. Y tienes que estar vos, ya con la cabeza allí, en eso, fuerte, más fuerte que nunca acerado por los seres queridos que ellos hicieron desaparecer, por sus voces que escucharás todos los días, por los compañeros perdidos ya más allá del límite del horizonte. Ahora, Juan, la concentración de las fuerzas en la creación, que para ti es perennemente poesía. El limbo fantasmal y alucinado tiene que dar paso ya a la sonrisa segura, generosa, del triunfo del poeta sobre los enemigos del canto del gallo, sobre los enemigos del sol”.

Ahí mismo le propuse escribir un libro que se llamara “Exilio”. Juan aceptó de inmediato.

Cuando leí hace unos días que Juan había obtenido una distinción así, volví a repetir lo que siempre me llena de satisfacción: el triunfo final de la ética. Alguien tan perseguido como Juan, con el eterno dolor de haber perdido a su hijo y a su nuera embarazada por obra de la bestial represión militar, era reconocido ahora como un poeta fundamental del presente. En cambio, los que lo persiguieron ya están malditos por todas las generaciones. Quisieron matar la poesía y surgió la pluma que derrotó todas las armas, todos los instrumentos de tortura, la desaparición.

Así dice Juan en Exilio: “No era perfecto mi país antes del golpe militar. Pero era mi estar, las veces que temblé ante los muros del amor, las veces que fui niño, perro, hombre, las veces que quise, me quisieron. Ningún general le va a sacar nada de eso al país, a la tierrita que regué con amor, poco o mucho, tierra que extraño y que me extraña, tierra que nada militar podrá enturbiarme o enturbiar”.

Y así fue. A Juan le acaban de dar un ramo de flores. Hemos aplaudido los que lo conocemos y los que lo leen.

Juan, poeta y luchador por la sonrisa de los niños. Juan Gelman.