18 febrero, 2010

EL ANGEL ENJAULADO (La pasión de Jacobo Fijman)


Fue un lunes de febrero, en el comienzo de una tarde de cielo rosado y turbulento. Yo estaba en mi casa, tanteando el destino frente a mi máquina de escribir, cuando recibí el telegrama. Aún lo conservo, junto a fotos apagadas y papeles que crujen su inútil melancolía. Dice: “Jacobo Fijman falleció. Para retirar, antes de las 24 horas”. Dolió, mucho, podría hablar de una de las veces que escuché en mi pecho el ruido de la seda rasgada. Sin embargo la noticia no me sorprendió. El viejo poeta había cumplido setenta y dos años, su cuerpo delataba los deterioros de la larga reclusión y eran tiempos, todavía, en que los amigos más viejos morían primero y de muerte natural.


Yo vivía por entonces en un departamento cerca de Retiro, las ventanas de cuatro hojas dejaban entrar la luz del río y el silbo de las locomotoras; allí había intentado, durante los dos años en que el viejo poeta estuvo bajo mi cuidado, ofrecerle un lugar que sintiera propio y un poco más de ese amor que no abundó en su vida. Había dormido en la pieza de mis hijitas, habíamos compartido la comida y la conversación sobre Dios, la poesía y el sin sentido cruel del mundo en que vivíamos, él bajo el signo de la cruz –como decía con voz apagada–, y yo, simplemente, a los tumbos. Que muriera solo y en la pesada oscuridad del hospicio tiraba por el piso mis esfuerzos, acaso pobres, sin duda torpes.

Tuve recuerdos, nada más inevitable después de una muerte que los recuerdos. El pintor Juan Batlle Planas, su pelo casi blanco desordenado sobre la frente, hablándome con el tono de quien cuenta un secreto que lo agobia, mientras caminábamos por San Telmo, apurados por la lluvia, rastreando un café abierto: “¿No conoce a Jacobo Fijman?” Y tras mi silencio, mirándome como si buscara una respuesta en el fondo de mis ojos, todavía claros. “Deberá conocerlo. Los que fuimos sus amigos lo abandonamos cuando estaba cerca de encontrar su verdad... La poesía, Vicente, cómo hace un hombre para vivir todos los días con la poesía...” Y después, bebiendo nuestras ginebras, con vos más ronca: “Me pesa lo de Fijman. Si no está muerto acaso lo encontrará en un hospicio”.

Tuve recuerdos. Leopoldo Marechal, en su casa de la calle Rivadavia, su pipa con olor a tabaco de Holanda, la Biblia antigua con letras de oro, leída mil veces con veneración, expuesta en un atril, y sentados en los sillones oscuros con fondo de flores, escuchando absortos, en silencio, sin atrevernos a terminar el oporto ofrecido con antigua cortesía, Miguel Ángel Bustos y yo: “Claro que lo conocí, un gran poeta místico, un pensador original. Es el filósofo Samuel Tesler, de mi Adán Buenosayres. Me llamaba la atención su pasión por la Virgen María, Fijman era de origen judío. Siempre hablaba de cruzar el desierto. No sé qué habrá sido de él”.

Tuve recuerdos, otros, Sus tres libros que leí en la Biblioteca Municipal y el asombro que corrió a lo largo de mi cuerpo como un animal de hielo. Su temblor, aquella tarde de octubre en que salió a la calle después de tantos años de reclusión, y sus palabras de cara al cielo: “Todo es tan lejano y puro...” La ternura con que besó a mis hijas cuando las conoció en el parque. Sus largas discusiones con Aldo Pellegrini en la librería El Dragón, los sábados a la mañana, sobre si el surrealismo era o no satánico. EL brillo que endureció sus ojos, la mueca que coronó sus labios cuando frente a las cámaras de la televisión, para pavor de quien lo entrevistaba y regocijo de mi alma se animó a decir: “Tengo un secreto que voy a revelar... Los domingos en la misa los sacerdotes comen mierda”. (Y un silencio de siglos golpeó nuestras cabezas.) La revista Talismán y el comienzo de mi largo peregrinaje para que públicamente lavasen la marca de loco que habían grabado a fuego sobre su frente, (yo creía en la justicia en esos tiempos.)

Mis recuerdos iban y venían, en oleadas, una ola gruesa de espuma azul se quedó en la orilla, se resistió a desvanecerse en la arena: el primer encuentro. A los pocos meses de la muerte de Batlle Planas, pienso en la primavera de 1966, quizá movido por la tristeza y el vacío que me dejó esa muerte, inicié la búsqueda de Fijman. Venciendo un oscuro desasosiego primero fui al hospital Borda, en la capital; después al Melchor Romero, cerca de La Plata, y así, a caballo de mis fracasos, conocí poco a poco los hospicios del país. Pasaron casi dos años, yo estaba tan desalentado como dolorido de abrir y cerrar las puertas que guardan la locura, hasta que una tarde de invierno aparecí, sin darme cuenta, subido a un puente de chapas, próximo a la estación de trenes de Constitución. Una vieja locomotora a carbón, totalmente en llamas, que arrastraba vagones cargados de sal, se detuvo bruscamente bajo mis pies. Descendí del puente, como alucinado, y sin saber por qué corrí a grandes zancadas hasta el hospicio de la calle Vieytes. Entré sin mirar a los policías de la guardia, pasé de largo frente a la administración (ya me habían dicho de mala manera que ningún Jacobo Fijman figuraba en los libros de internación) y seguí andando por los patios como si conociera el punto exacto de mi destino.

Cuando me topé con uno muro donde habían escrito con brea y letra despareja CON ESTE CUCHILLO TE TE TE MATAMO, y me detuve. Sentí que me golpeaban tímidamente en la espalda. Era un interno con cara de pájaro, quería un cigarrillo, se lo di, me contó un chiste (“era un psiquiatra tan bien educado que había hecho poner sobre su tumba un cartel: disculpe que no me levante a saludarlo”), me reí, le regalé el paquete de Particulares y le pregunté como si supiera que él sabía: “¿Dónde está Jacobo Fijman?” Me tomó del brazo y revolcando su pierna maltrecha me paseó por todo el hospital, contándome nuevos chistes y sacándome cigarrillos y monedas. Cuando me cansé volví a preguntarle: “¿Dónde está”? Ya no tenía esperanzas, pero él sonrió, abrió su boca de pájaro y con voz de niño dijo: “en el fondo de este corredor, en la biblioteca”. Corrí hasta encontrar una pequeña habitación cerrada. Un cartel escrito a mano indicó que no me equivocaba. Uno, dos y tres respiros, golpeé la puerta y cuando se abrió supe, a pesar de la penumbra, que el hombre que me enfrentaba era Jacobo Fijman.

Llevaba una boina negra, al descubrirse me impresionaron las arrugas en su cabeza sin pelos, muy profundas, como surcos en la tierra húmeda. Vestía el uniforme del hospicio, de tela rústica, muy gastado. Los zapatos eran grandes y sin cordones, al moverse debió arrastrarlos. Su barba era blanca, de varios días, desprolija; las uñas, crecidas y sucias. Expelía el agrio olor del encierro y sin embargo, y por sobre todo, emanaba de él una atmósfera de serena majestuosidad. La pobreza y el abandono estaban sobre su cuerpo, lo lastimaban, si, pero no podían humillarlo. Me quedé en silencio, la lengua trabada. Cruzó por mi memoria lo dicho por San Agustín: “No se puede aproximar Dios a la razón, sólo a la sinrazón del corazón...”.

Volví a mirarlo, extrañado, como si no pudiera dar crédito a mis ojos. El también me observaba con una sonrisa enigmática, por momentos beatífica, en otros diabólica, y tuve allí la certeza, que ya nunca me abandonaría, de que su vida y su obra (hablo de un largo viaje), se correspondían en necesaria y secreta armonía. Todo el sentido de revelación, pureza y aristocracia de espíritu que brillaban con la luz de un sol negro en sus poemas, también lucían en el rostro y en cada uno de los gestos de ese anciano a quien habían condenado, por treinta años, a vivir en soledad. Igual que una bestia. O un ángel.
No sé el tiempo que pasó. Al fin me acerqué.
- Usted es Jacobo Fijman, dije, apenas, tartamudeando.
-¡Si! (Su voz era altiva y gruesa.)
-Lo he estado buscando.
-Ya lo sabía, lo esperaba, dijo, y sonrío, y después no, después tembló.

El recuerdo me emocionó. Fui a la cocina, me preparé un café, traje una silla y la puse junto a la ventana, reteniendo el telegrama. El café estaba hirviendo y el viento

Áspero, de tierra, anunciaba una tormenta de verano. Sentí que una mano fría y sedosa como la piel de un tiburón apretaba con fuerza mis ojos y tuve en ese instante, nítida, una visión: la jaula de circo, rectangular y de barrotes malignamente gruesos y oxidados, chorreando excrementos de tigres y elefantes, flotaba en el espacio, sacudida por una bandada de comedores de carroña, de pico recio y alas gigantescas como las de un planeador.

Dentro de la jaula, manteniendo precariamente del equilibrio, estaba Fijman. Vestía una larga túnica, en cuyo centro resaltaba una estrella que tenía las apariencias del rostro de un niño ciego, bordado con hilos de oro. En su cabeza llevaba una especie de turbante, o de diadema. Su barba, siempre despareja y crecida, se había convertido en la pelambre de un mono y sus ojos, nublados, anticipaban la tristeza infinita de su voz: “Ya llevo mi traje de muerte, lo compré con monedas de poesía. Estoy preparado para ver a Mi señora. Sólo le pido que me saque a toda prisa de la morgue. No deje que me destrocen. No quiero la última humillación. ¿Me lo promete?”

Dos años atrás, paseando bajo una serena lluvia por lo baldíos del hospicio, se lo había prometido.

No dudé. Puse el telegrama en un bolsillo y salí corriendo de mi casa, me metí en un taxi, el mundo era ruido y ruido. En el patio de entrada del psiquiátrico aquel interno con la cabeza rapada y en punta como un pájaro mojado, y que solía cambiarme sus chistes por cigarrillos, lloraba junto a un perro muerto. Sobre las rejas, un cuervo de plumaje negro y cuello rojo brillante, vigilaba.

Pedí hablar con el director del Borda, no estaba. El psiquiatra de guardia sin dejar de comer su bife medio crudo se desentendió del problema: “Son cuestiones administrativas”, dijo, y me pareció oír una trompeta anunciando un desfile guerrero. Subí y bajé escaleras a los saltos. Esquivé vómitos, golpeé puertas, mi desesperación crecía. Médicos, asistentes, enfermeros, a todos les explicaba a gritos: “Hay que impedir que le abran el cerebro, no dañarlo más, ya lo encerraron treinta años, es un poeta, quiere mostrarse hermoso frente a la Virgen, es su gran amor, su Señora”.

Familias de cuervos volaban amenazadoras sobre el cielo del parque del hospicio. Descubrí al Quebranta huesos, con su pico como gancho para quebrar y desollar. Me senté en un banco, muy fatigado. Nadie quería escucharme. Apenas obtenía ese típico encogimiento de hombros con que la gente cuerda se saca de encima las molestias de los locos, y de quienes reniegan de este mundo, y que yo contrastaba con una fuerte escupida. La tormenta se había desatado sobre el hospicio, ¿llovería también en la ciudad? Un interno se arrancó su raída camisa y se puso a insultar a la lluvia. Otros corrían igual que niños detrás de un ángel por los patios. ¿Y si no hubiera muerto? ¿Si se tratara de la torpeza de algún empleado que se equivocó con el telegrama, o quizás de uno de esos malos sueños míos?

Hice entonces lo que debía haber hecho desde el principio: fui a la sala donde tenía marcado su lugar el viejo poeta. La enorme cuadra se veía como siempre, las camas de fierro en hileras, algunos internos metidos bajo las cobijas protegiéndose como una araña de los fantasmas, las grandes ventanas con rejas y en el fondo, al lado de una ventana más pequeña que tenía el vidrio roto, el desolado reino del artista más sincero que yo había conocido. El colchón estaba arrollado, y la pipa que le regalara para su cumpleaños, los pocos libros y la escasa ropa, el cuaderno grueso de tapas negras donde anotaba sus comentarios filosóficos sobre la Biblia y escribía sus poemas, todo había desaparecido. El robo confirmaba su muerte y esa maldición que, presentía, alguien había descargado sobre su vida, pero también sobre su obra, condenándolas a la oscuridad.

Un interno alto y muy delgado, de labio leporino, con una frazada atada a la cintura, saltó de su cama y se me acercó. Lo había escuchado alguna vez cantar tango de Discépolo; le conté la muerte de Fijman, se puso a llorar como si fuera la muerte de su padre, mientras se golpeaba la cabeza contra la pared. Un coro de enfermos, surgido de la nada, lo acompaño rápidamente con llantos terribles que no cesaron hasta que llegó corriendo el enfermero de la sala. Sabía que era polaco y que había participado en la Segunda Guerra Mundial. Me tomó de un brazo y me arrastró hasta el pasillo, podía hacerlo. Le expliqué la situación, me pidió un cigarrillo, se guardó el paquete y dijo que me ayudaría. Olía a vino malo.

Cruzamos varios pabellones en silencio, mientras los rayos se enseñaban contra el edificio. Entró en una pieza que decía en la puerta “Archivo” y se puso a hablar a boca de jarro con una empleada; yo quedé rezagado. La mujer tenía el pelo rojo violeta y la nariz ganchuda. Se rió y vi el fondo de su garganta, parecía un sótano de bar. El enfermero mi hizo un gesto, mostré el telegrama. La mujer lo leyó, consultó sus anotaciones y al rato me dijo: “al muerto puede llevárselo mañana”. “¡Tiene que ser ahora!”, grité. “¡Que no le abran el cerebro!”, volví a gritar y di un paso y la mujer retrocedió. Me miró con asombro o con asco y como si fuera un juez que lee la sentencia al asesino me dijo: “Nadie se puede escapar a los reglamentos. “¡Qué sería de un hospicio sin orden!” Argumenté con desesperación, incluso le leí un poema del viejo poeta, donde él habla de un dolor agónico que se llama eternidad. Ella dio un corte diciendo. “De esas cosas no sé nada, véalo al director”.

El calor parecía ahogarme. Miré a través de la ventana. En el desierto una bandada de chimangos caía sobre un cordero herido y le arrancaban los ojos y la lengua.

El enfermero polaco me acompañó hasta la salida del hospital. “Vaya hasta la otra esquina, frente a la plaza, junto al bar, hay una pequeña florería, pregunte por Alberto, le va a hacer un buen precio por el cajón y arreglará todos los papeles. Traigan una ambulancia enseguida y se podrá llevar a su amigo. No dé más vueltas”. Le di la mano y unos pesos para el vino. Contraté la ambulancia. Quedamos en encontrarnos con el hombre corpulento y voz de niña dentro de una hora, en la puerta de la morgue.

Ya era de noche. Seguía lloviendo. Volví al hospicio. Crucé los patios y los baldíos. Desde la copa del árbol me observaba una enorme carancho, con su cabeza negra, su garganta blanca, su pico amarillo y su cara naranja. Lanzó un áspero graznido de disgusto y levantó vuelo, sacudiendo el agua de las ramas.

Entré en la morgue. El vejo poeta yacía sobre una mesada de mármol; apenas lo cubría una sabana con sangre seca. De su pie colgaba un tosco cartel atado con piolín a uno de los dedos. Decía: “Jacobo Fijman, 72 años, muerto de edema pulmonar agudo”.

No podía mirarle la cara, tenía miedo.
Cuando me animé, me encontré con un hombre en paz, bello como un ángel, serenamente en paz.
A hurtadilla, como ladrones, lo pusimos en un cajón y lo llevamos en la ambulancia hasta la antigua casona de la Sociedad de Escritores. Me permitieron velarlo. Pasé la noche a solas con él, me tomé media botella de ginebra y leí sus poemas y los míos.
En la mañana llegó gente, hubo flores, y la tierra se abrió para recibir el cuerpo de mi amigo.


Por Vicente Zito Lema