El piso duro y frío de baldosas coloradas lo hace
estremecer cuando apoya en él la espalda desnuda. Deja los cigarrillos
y los fósforos sobre su pecho. Mira el cielorraso. No piensa en nada.
Su piel entibia casi en seguida las baldosas. Cierra los ojos y respira
lento, inmóvil, haciendo crujir ligeramente el celofán del paquete de
cigarrillos depositado sobre su pecho. Llega, hasta sus oídos, sin
estridencias, el rumor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en
un grumo, en la siesta. Se incorpora, apoyándose sobre el antebrazo, y
los cigarrillos y los fósforos saltan de su pecho, uno a cada lado de
su cuerpo, chocando contra las baldosas coloradas. Se incorpora todavía
un poco más y queda sentado, mirando a su alrededor. Están la mesa y
las sillas, las paredes blancas, el rectángulo de la ventana por el que
la luz de la siesta, indirecta y ardiente, llena la habitación de una
luminosidad mitigada. Contra la pared está el cenicero, de barro
cocido, y entre su cuerpo y la pared, en desorden, las alpargatas. Y
sobre el cenicero, negra, inmóvil, adherida al barro ahumado, súbita, la
araña.
Aunque la punta de la alpargata casi la
toca, sigue inmóvil, como si fuese un dibujo negro, una mancha
Rorschach estampada en la cara exterior del cenicero. Pero es demasiado
gorda para dar esa ilusión. Y emite, porque está viva, algo, un fluido,
una corriente, que permite, incluso sin haberla visto, saber que está
ahí. Cuando la alpargata la toca retrocede un momento —parece como que
va a retroceder pero no hace más que poner en movimiento las patas
traseras— y después salta hacia un costado, despegándose del cenicero.
No ha terminado de tocar el suelo que ya la planta de la alpargata, que
el Gato blande, la aplasta contra la baldosa colorada. El centro del
cuerpo negro se ha convertido en una masa viscosa, pero las patas
continúan moviéndose, rápidas. El Gato, la alpargata en alto dispuesto a
dejarla caer por segunda vez, permanece inmóvil: de la masa viscosa ha
comenzado a salir, después de un momento de confusión, un puñado de
arañitas idénticas, réplicas reducidas de la que agoniza, que se
dispersan, despavoridas, por la habitación. En la cara del Gato se abre
camino una sonrisa perpleja, maravillada, y después de un segundo de
vacilación, la alpargata vuelve a golpear contra la baldosa,
resonando. Ahora la mancha ha quedado inmóvil y definitiva, adherida a
la baldosa colorada. El Gato mira a su alrededor: de las recién nacidas,
producto de la rápida multiplicación que acaba de operarse, ni rastro.
Nadie nada nunca, fragmento
Juan José Saer