11 octubre, 2013

Alice Munro, el arte de una voz marcada por la discreción

Es una notable cuentista canadiense, que encontró a sus lectores globales hace poco. Se destaca su maestría en el realismo y su destreza en el relato. Es la decimotercera mujer que gana el Premio.
 
Debió parpadear rápido, incrédula ante la noticia con que su hija la despertó a las 4 de la madrugada. Alice Munro no se encontraba en su casa cuando la llamó la Academia sueca con el anuncio pero hizo sus declaraciones temprano por la radio estatal de Canadá. “Parece imposible”, dijo. “Tan espléndido que no tengo palabras. Espero que esto haga por que la gente tome el cuento como un arte importante, no un pasatiempo hasta tanto llegue la novela”.
El Nobel distinguió a una creadora indudable (Secretos a voces, Escapada, Demasiada felicidad, Mi vida querida, entre once libros de cuentos traducidos al castellano, más La vida de las mujeres, novela, y las bellas memorias de La vista desde Castle Rock), a quien consideró “experta en el cuento contemporáneo”. Es un premio de consenso para quien tiene decenas de miles de lectores en Norteamérica pero cuya trascendencia internacional logró hace pocos años -y un fallo que deja en improbable espera a novelistas como Don DeLillo y Philip Roth.
Nacida en 1931, Alice Munro creció en medio de la nada en el estado de Ontario (en el país más grande del globo y uno de los más deshabitados), en el criadero familiar de zorros y visones, en tiempos de penuria económica y abrigos de piel. Aún vive en Clinton, un pueblo de 3.000 habitantes no muy lejos de donde nació, en el sudeste del estado. Pero aunque ese ha sido el principal escenario de sus relatos, su voz no cultivó la marca regional. Uno de los pocos reportajes concedidos en su vida, a la revista The Paris Review, consigna que la librería más cercana le queda a unos 48 kilómetros -en Stratford-, y que sigue usando una máquina manual de carretel.
Munro ha sido comparada con Anton Chejov por su penetración psicológica y su maestría en el realismo. La mayoría de sus personajes atraviesa momentos de cambio o inestabilidad y despliega eso que podríamos llamar el enigma del prójimo. Transcurren en comunidades suburbanas o rurales, aún más despojadas debido a la parquedad de sus vecinos. Pese al realismo, su estilo suele tomarse libertades en los tiempos de la narración; pasado y presente, con los pasajes del recuerdo, a menudo se encabalgan. Ella misma dijo alguna vez que sus historias podrían ser las que se oyen en una cocina mientras las mujeres cocinan para muchos invitados.
Al comentar Castle Rock, la británica Hilary Mantel la elogiaba por haber expandido el género de memorias “más allá de los confines de una vida”. Es allí, observa Man tel, se aprecia todo el arco de su estilo, con sus “formas narrativas difusas, que proceden como un oleaje, las delicadas ondas de alusiones, la implicancia, la perdurable resaca de los intercambios humanos”. Y es cierto que quizá su mayor destreza resida en la alusión, en el dominio de un arte discreto.
Al conocer la noticia, la compatriota Margaret Atwood escribió en el diario The Guardian: “Ella es la quintaesencia de lo canadiense. Ante el Nobel, actuará con modestia, no se hinchará de orgullo. El resto de nosotros, en esta magnífica ocasión, nos hincharemos por ella”. Aunque es la primera canadiense premiada con el Nobel, Munro es próxima a una tradición literaria -la Norteamérica anglosajona- riquísima en autoras de ficción -Edith Wharton, Willa Cather y Katherine Ann Porter, todas ellas premio Pulitzer, la magistral Flannery O’Connor, las contemporáneas Mary McCarthy, Joyce Carol Oates y Joan Didion. Pero todas ellas son estadounidenses. A diferencia de estas, no indaga tanto en la subjetividad como en la relación de un individuo con su marco, la familia, la comunidad, la ley en sus diversas sujeciones. Y al cabo, el enigma de los semejantes puede quedar oculto para ceder el plano a la sustancia del amor y el resabio de los odios, a lo callado que se dice tardíamente.
La figura literaria de Munro parece el reverso de la última escritora que ganó el Nobel, la austríaca Elfriede Jelinek, una novelista de ruptura que interpela con violencia al lector. En contraste, Munro parece haber sido feliz, una mujer identificada y agradecida con el destino -aunque ella no use esta noción, con su linaje homérico, y prefiera referirse a los imponderables de la vida. Cuando le preguntaron por el título Mi vida querida, uno de sus últimos libros, replicó: “Escuché esa frase de niña y tenía toda clase de sentidos. ‘¡Ay, mi vida querida!’ podía significar que uno se sentía abrumado por las exigencias que debía afrontar. Uno siempre escucha que la gente se cuenta historias para ilustrar, supongo, lo extraña que es la vida.” La sencillez es artificio, por lo tanto; enmascara su densidad.
En el artículo subido ayer en The Guardian, Atwood recordaba que el camino de la autora al Nobel “no fue fácil”. Al comienzo Munro fue menospreciada como “una ama de casa” y por “demasiado doméstica”. Leída hoy, no es ajena a la eficacia de su prosa la astucia comedida con que mira lo cotidiano.
Ha recibido antes varios premios, como el Man Booker Internacional, el PEN/Malamud, a la excelencia en ficción breve, y el premio nacional del Círculo de Críticos Literarios. Munro es su primer apellido de casada; hoy vive con su segundo esposo, Gerry Fremlin.

Fuente: clarin.ar