Es una notable cuentista canadiense, que encontró a sus lectores globales hace poco. Se destaca su maestría en el realismo y su destreza en el relato. Es la decimotercera mujer que gana el Premio.
Debió parpadear rápido, incrédula ante la noticia con que su hija la
despertó a las 4 de la madrugada. Alice Munro no se encontraba en su
casa cuando la llamó la Academia sueca con el anuncio pero hizo sus
declaraciones temprano por la radio estatal de Canadá. “Parece
imposible”, dijo. “Tan espléndido que no tengo palabras. Espero que esto
haga por que la gente tome el cuento como un arte importante, no un
pasatiempo hasta tanto llegue la novela”.
El Nobel distinguió a una creadora indudable (Secretos a voces, Escapada, Demasiada felicidad, Mi vida querida, entre once libros de cuentos traducidos al castellano, más La vida de las mujeres, novela, y las bellas memorias de La vista desde Castle Rock),
a quien consideró “experta en el cuento contemporáneo”. Es un premio de
consenso para quien tiene decenas de miles de lectores en Norteamérica
pero cuya trascendencia internacional logró hace pocos años -y un fallo
que deja en improbable espera a novelistas como Don DeLillo y Philip
Roth.
Nacida en 1931, Alice Munro creció en medio de la nada en
el estado de Ontario (en el país más grande del globo y uno de los más
deshabitados), en el criadero familiar de zorros y visones, en tiempos
de penuria económica y abrigos de piel. Aún vive en Clinton, un pueblo
de 3.000 habitantes no muy lejos de donde nació, en el sudeste del
estado. Pero aunque ese ha sido el principal escenario de sus relatos,
su voz no cultivó la marca regional. Uno de los pocos reportajes
concedidos en su vida, a la revista The Paris Review, consigna
que la librería más cercana le queda a unos 48 kilómetros -en
Stratford-, y que sigue usando una máquina manual de carretel.
Munro
ha sido comparada con Anton Chejov por su penetración psicológica y su
maestría en el realismo. La mayoría de sus personajes atraviesa momentos
de cambio o inestabilidad y despliega eso que podríamos llamar el enigma del prójimo.
Transcurren en comunidades suburbanas o rurales, aún más despojadas
debido a la parquedad de sus vecinos. Pese al realismo, su estilo suele
tomarse libertades en los tiempos de la narración; pasado y presente,
con los pasajes del recuerdo, a menudo se encabalgan. Ella misma dijo
alguna vez que sus historias podrían ser las que se oyen en una cocina
mientras las mujeres cocinan para muchos invitados.
Al comentar Castle Rock,
la británica Hilary Mantel la elogiaba por haber expandido el género de
memorias “más allá de los confines de una vida”. Es allí, observa Man
tel, se aprecia todo el arco de su estilo, con sus “formas narrativas
difusas, que proceden como un oleaje, las delicadas ondas de alusiones,
la implicancia, la perdurable resaca de los intercambios humanos”. Y es
cierto que quizá su mayor destreza resida en la alusión, en el dominio
de un arte discreto.
Al conocer la noticia, la compatriota Margaret Atwood escribió en el diario The Guardian:
“Ella es la quintaesencia de lo canadiense. Ante el Nobel, actuará con
modestia, no se hinchará de orgullo. El resto de nosotros, en esta
magnífica ocasión, nos hincharemos por ella”. Aunque es la primera
canadiense premiada con el Nobel, Munro es próxima a una tradición
literaria -la Norteamérica anglosajona- riquísima en autoras de ficción
-Edith Wharton, Willa Cather y Katherine Ann Porter, todas ellas premio
Pulitzer, la magistral Flannery O’Connor, las contemporáneas Mary
McCarthy, Joyce Carol Oates y Joan Didion. Pero todas ellas son
estadounidenses. A diferencia de estas, no indaga tanto en la
subjetividad como en la relación de un individuo con su marco, la
familia, la comunidad, la ley en sus diversas sujeciones. Y al cabo, el
enigma de los semejantes puede quedar oculto para ceder el plano a la
sustancia del amor y el resabio de los odios, a lo callado que se dice
tardíamente.
La figura literaria de Munro parece el reverso de la
última escritora que ganó el Nobel, la austríaca Elfriede Jelinek, una
novelista de ruptura que interpela con violencia al lector. En
contraste, Munro parece haber sido feliz, una mujer identificada y
agradecida con el destino -aunque ella no use esta noción, con su
linaje homérico, y prefiera referirse a los imponderables de la vida.
Cuando le preguntaron por el título Mi vida querida, uno de sus
últimos libros, replicó: “Escuché esa frase de niña y tenía toda clase
de sentidos. ‘¡Ay, mi vida querida!’ podía significar que uno se sentía
abrumado por las exigencias que debía afrontar. Uno siempre escucha que
la gente se cuenta historias para ilustrar, supongo, lo extraña que es
la vida.” La sencillez es artificio, por lo tanto; enmascara su
densidad.
En el artículo subido ayer en The Guardian,
Atwood recordaba que el camino de la autora al Nobel “no fue fácil”. Al
comienzo Munro fue menospreciada como “una ama de casa” y por
“demasiado doméstica”. Leída hoy, no es ajena a la eficacia de su prosa
la astucia comedida con que mira lo cotidiano.
Ha recibido antes
varios premios, como el Man Booker Internacional, el PEN/Malamud, a la
excelencia en ficción breve, y el premio nacional del Círculo de
Críticos Literarios. Munro es su primer apellido de casada; hoy vive con
su segundo esposo, Gerry Fremlin.
Fuente: clarin.ar