28 febrero, 2016

Contra las telarañas de la costumbre


Introducción que hiciera Julio Cortázar para el libro de Juan Gelman "Interrupciones I" en 1981.

Juan Gelman ha querido que su libro se abriera con unas palabras mías, palabras de compatriota en el sentido más hondo, allí donde la noción de patria quiere decir tanto más que una pertenencia geográfica.
Jamás un amigo me pidió algo tan difícil,  jamás el afecto y la confianza de alguien muy querido me puso contra la pared como en este momento. Era preciso que Juan fuera Juan y que yo fuera Julio; era preciso que este libro viniera a golpearme en plena cara con su amarga y a la vez límpida fuerza; era preciso que su razón de ser contuviera todo eso que desde hace años vuelve cada noche  en mis pesadillas y que en la vida diaria trato de denunciar y de atacar con mis pobres recursos de escritor. Quisiera decirlo ya, no estoy presentando a este libro de Juan, lo estoy simplemente acompañando yendole al lado como quiero seguir al lado de Juan en lo que nos queda de voz y de vida, para un día volver con Juan y con tantos otros compañeros a lo verdaderamente nuestro.
Tal vez  lo mejor que puedo decirle al lector es que entre en estos poemas como se entra en un sendero, siguiéndolo en sus curvas y su
s ascensos, deteniéndose allí donde el camino parece detenerse en las encrucijadas y reanudando la marcha como la reanuda cada poema desde el anterior. Un solo y único poema nace de todos ellos, el último ilumina el primero como el primero contiene el último, y cada uno es un paso en la continuidad de la ruta. Dejarse llevar por ella es ir ganando a cada página esa visión total que de pronto cristaliza transparentemente las etapas previas y la meta final. Pero de nada valdrá seguir la senda si no empezamos por quitarnos las telarañas de la costumbre, las obstinadas categorías de la convención. Aquí se ha hecho palabra la realidad más concreta de estos últimos años argentinos, y sin embargo esa realidad escapará a quienes apliquen a la lectura los códigos de la escritura política o los de la usual poesía combatiente, e incluso a quienes aceptan masivamente los criterios de la escritura corriente. Sólo leyendo abierto, dejando que el sentido entre por otras puertas que las de la armazón sintáctica o las manoseadas imágenes, metáforas o figuras más o menos arduas pero ya asimiladas a la tradición poética, sólo así se accederá a la realidad del poema, que es exacta y literalmente la realidad del horror, la muerte y también la esperanza en la Argentina de nuestros días. A todos nos sucederá lo mismo, la sorpresa ante las continuas transgresiones que se suceden a lo largo del camino, pero sólo quienes la asuman y de alguna manera las continúen merecerán un libro que quisiera contenerlos, contenernos a todos.


Ya sé que no es facíl. Quizás nos hemos habituado demasiado a que la poesía combatiente diga sin rodeos todo lo que tiene que decir, y que aunque lo diga bellamente, su ritmo sea el tradicional y sus palabras organicen dramática y líricamente la transmisión de un mensaje muchas veces superficial. Quizás estamos hoy confundiendo facilidad con eficacia, y no faltan quienes conviertan esto en una condición imperativa de la poesía de combate. Sí, no es fácil entrar desde la primera línea en un discurso que va de tal manera contra la corriente que incluso pisotea sin lástima las reglas más ahincadas de nuestra seguridad mental, de nuestras grillas prosódicas, de nuestra aceptación pasiva de las funciones gramaticales. Cuando Juan convierte el sustantivo dictadura en un verbo, la primera reacción en la lectura rápida es de sorpresa y casi de escándalo, se mira el verso como si estuviera afeado por una errata de imprenta, y de pronto se da el salto (cuando se lo da, que es lo que espero)  y se descubre la riqueza de esa matáfora tan profundamente ligada con nuestra realidad en la que todo está dictaturado, en la que la noción de durar se vuelve insoportablemente manifiesta, en la que seguirán dictadurándonos mientras no aprendamos y apliquemos el infinito contralenguaje de la palabra y de la revolución.  Y esto no es más que una instancia en la continua negación de lo aceptado y lo aceptable que da a la poesía de Juan Gelman su máxima capacidad de transmisión. Ahí donde lo masculino se vuelve femenino y viceversa para pisotear los cánones del pensamiento estereotipado, ahí donde sin vacilar se vuelven activas y operantes tantas palabras que manejamos pasivamente, el poema cesa de ser comunicación para volverse contacto, Juan y su lector cesan de estar solos y recorrer separadamente ese camino que busca llevarnos hacia nosostros mismos.

Hombre al que le han segado la familia, que ha visto morir o desaparecer los amigos más queridos, nadie ha podido matar en él la voluntad de subtender esa suma de horror como un contragolpe afirmativo, creador de nueva vida. Acaso lo más admirable en su poesía es su casi impensable ternura allí donde más se justificaría el paroxismo del rechazo y la denuncia, su invocación de tantas sombras desde una voz que sosiega y arrulla, una permanente caricia de palabras sobre tumbas ignotas. Cada diminutivo, cada nombre dicho como quien acuna o tranquiliza, hinca todavía más hondo la irrestañable denuncia de esas innúmeras muertes que tantos de nosotros llevamos como el albatros a todo cuello y sin saber volverlas del lado de la luz. También yo quise a Paco, a Rodolfo, a Haroldo, a tantos más, y sólo supe llorarlos; con Juan, por Juan, me acerco ahora a ellos de otro modo, el que ellos hubieran preferido.
Por eso tampoco debería desconcertar que aquí se sucedan interminablemente las interrogaciones frente al gran silencio en que se han sumido esas voces queridas. Juan pregunta, una pregunta sigue a la otra, hay poemas que son solamente preguntas. Siento que ahí, por encima del amor y la rebeldía que no se resignan al silencio, hay también una razón de ser que nos abarca a todos los que hoy empezamos tambien a interrogarnos sobre el destino que nos ha cercado, diezmado y dispersado en estos años. Cuando Juan pregunta se diría que nos está incitando a volvernos más lúcidamente hacia el pasado para después ser más lúcidos frente  al futuro. No hemos sabido hacer las preguntas a tiempo, ésas que desnudan, que violan, que rasgan de arriba abajo las telas del conformismo y de la buena conciencia.  No hemos sabido mirarnos en el espejo de nuestra verdadera realidad argentina; y si algo nos traen hoy los poemas de Juan Gelman es una actitud, una manera a la vez reflexiva instintiva de buscar lo que de veras somos sin las simplificaciones a veces suicidas que nos han arrojado tan lejos de lo nuestro.
Esta actitud no necesita de gritos, de proclamas ni de denuestos; la fuerza más extrema de la palabra de Juan nace de haber dejado atrás la superficie del dolor y de la cólera para ahondar en sus raíces, en esa zona vital y mental desde donde la reflexión y la acción pueden recomenzar con una eficacia que tantas veces les faltó en medio del ruido y del furor. Volver positividad a la abominable suma del oprobio y de la desgracia: sí, todavía hay alquimias posibles cuando se posee el lugar y la formula como lo poseen hoy los poemas de Juan.

11 febrero, 2016

Juan José Saer y el relato de la memoria




La patria de un escritor no es sino la infancia y la lengua, señala Juan José Saer (Serodino, 1937), quien hace más de treinta años dio un salto de una provincia ignota de su patria austral al lugar en el que, especialmente para los argentinos, se ha fijado siempre el meridiano de la cultura. Desde este lugar llamado París, Saer el memorioso no cesa de reconstruir el "mundo adentrado" de su infancia: la ciudad de Santa Fe, el enjambre de islas y arroyos, los pueblos costeros en la orilla del Paraná, la llanura con su horizonte circular vacío y monótono que conforman la "zona", el núcleo espacial de su literatura en el que deambulan sus personajes recurrentes. Las narraciones saerianas –siempre capaces de generar nuevas historias, conformando una suerte de "novela total"– parecen así erigirse sobre la base de puros recuerdos que los personajes convocan no ya desde los signos sensoriales –como quería Proust– sino desde de la lectura, como si estas experiencias personales, inciertas, extraviadas en los pliegues de la memoria, necesitaran ser traspasadas, a la manera faulkneriana, por el filtro de relatos de otros y encontrar su lugar en una constelación libresca para poder constituirse, en definitiva, en una historia. Pero no demandemos a los cuentos y las novelas de Saer "aventuras bellas e interesantes" con las que evadirnos de la rutina cotidiana. La suya no es una literatura de diversión conforme a las expectativas del mercado, sino una escritura fuertemente comprometida con su propia búsqueda formal y entendida, en la más pura tradición de Macedonio Fernández, como una "función de pensamiento".
"Escribir –apunta Saer– es sondear y reunir briznas o astillas de experiencia y de memoria para armar una imagen" y sus relatos se obstinan en presentar como interesantes los elementos que habitualmente se consideran laterales, en convertir en anotaciones largas lo que en otra literatura sería una mera ambientación. Su escritura registra de manera muy rigurosa y concede dignidad literaria a las peripecias más cotidianas del hombre: zambullirse en el río, andar y desandar los caminos alrededor de una parrilla de asado, masticar una rodaja de salami, preparar el mate o encender un habano, devienen en largas ceremonias cuando la voz narrativa, semejante a la del Nouveau Roman, movimiento con el que se suele emparentar al escritor argentino, se convierte en una mirada que se desliza como una cámara lenta sobre los escenarios y los gestos de los hombres en descripciones minuciosas y obsesivas.Uno de los principios del "ars poética" saeriana es la negación o la reducción notable de la anécdota; en sus relatos, los hechos escasean y los personajes más que actuar observan y teorizan. Constituye el tema central de sus reflexiones la percepción y el recuerdo –depositario de percepciones del sujeto y casi nunca de hechos o de acciones– únicas instancias capaces de aprehender en la "espesa selva de lo real" las realidades impenetrables que conforman la materia de la literatura: el tiempo, el espacio, los seres, las cosas...¿Cómo acceder a lo real y expresarlo? Este es el punto de partida de la escritura de Saer. La mirada interrogante y obsesiva de sus personajes nunca encarna una pregunta que llegue a desembocar en una explicación ni una interrogación retórica que tenga una respuesta diestramente escondida en su propio discurrir, sino que refleja un modo radical de expresar la incertidumbre. Rechazando el criterio de la verdad que sustenta una realidad que se tambalea, navegando siempre en la indeterminación, Saer propone el reino de la ficción entendida como una "antropología especulativa", una teoría acerca del hombre y su relación con el mundo para, a partir de ahí, hacer que ambos centelleen en cada página. Siendo una antropología no empírica ni probatoria ni taxativa sino tan sólo "especulativa", su narrativa avanza por hipótesis, suposiciones y atribuciones inseguras mostrando las fisuras en la percepción y enseñando la fragilidad de cualquier empresa de conocimiento. Lo hace incluso cuando trata lo más próximo, como el paisaje de la "zona", su zona, quizás porque lo familiar y conocido, lo que con tanta seguridad él denominaría "la realidad", es lo que más debe someterse a las interrogaciones hasta que se desdibuje bajo la mirada incisiva que lo descubrirá como extraño. Entonces nosotros, los lectores acomodados, nos estremecemos al descubrir que nuestras creencias no son tan sólidas, que muchas de nuestras verdades son cuestionables, que las identidades son ilusorias, en definitiva, que lo real puede resultar más real de lo que parece. Sus tramas nunca traicionan el carácter conjetural de esta escritura al no dar lugar a un cierre rotundo, a una solución. En La pesquisa (1994), que lleva el rótulo de novela policíaca, el enigma de los asesinatos ha de quedar irresuelto, como el de la autoría del dactilograma cuya búsqueda filológica emprenden Tomatis, Pichón y Soldi en la misma novela, como la paternidad del hijo de Gina en La ocasión (1986), como el misterio del asesinato de los caballos en Nadie nada nunca (1980). Y es que Saer prefiere imprimir a sus narraciones una creencia en la conjeturabilidad de la literatura, ya que "en un mundo gobernado por la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible".El espeso lenguaje saeriano vuelve provisorio el sentido de cualquier experiencia inmediata, difumina cualquier aseveración sobre las franjas de vida que "representa" y pulveriza cualquier certeza acerca de esa materialidad hormigueante de las cosas cuyas imágenes los personajes, a pesar de someterlas a un tormento fenomenológico constante, no son capaces de atrapar sino de manera fragmentaria. El limonero real (1974), Nadie nada nunca o los relatos de La mayor (1976) se encargan de captar esta multiplicidad de imágenes discontinuas de objetos, personas, gestos y posturas, como una serie de diapositivas que no pueden ser reducidas a la conciencia, a la idea, que se resisten a todo discurso inteligible, a todo relato que quiera ser una síntesis significativa.La vida de los personajes saerianos transcurre en una realidad fracturada, desprovista de un criterio de verdad absoluto y firme, donde el sentido de los hechos se pierde en "la pulverización incesante del acontecer". El protagonista de El entenado (1983) –novela que quizás más interés ha suscitado entre la crítica– escribía sobre el ataque de la tribu antropófaga de los colastinés a la expedición de Juan de Solís, descubridor del Río de la Plata:"El acontecimiento que sería tan comentado en todo el reino, en toda España quizás, acababa de producirse en mi presencia, sin que yo pudiese lograr, no ya estremecerme por su significación terrorífica, sino más modestamente tener conciencia de que estaba sucediendo o de que acababa de suceder".Así pues, no sólo los "ausentes" deben echar mano del relato de otro, de una "experiencia imaginaria" o "un recuerdo falso" para reconstruir un acontecimiento, como sucede en Glosa (1985) donde el Matemático, para saber que pasó en la fiesta de cumpleaños de Washington se ve obligado a escuchar las versiones confusas de los que participaron en ella y quienes, "a pesar de contar de los privilegios de la experiencia, no están menos perdidos en la incertidumbre engañosa". El sentido, la existencia misma de un episodio se escapan también a los que lo presencian y quienes, para recuperarlo, deben soñarlo, inventarlo o glosarlo como si hubieran sido ajenos a él. La reconstrucción verídica de un hecho –viene a decirnos Saer– exige necesariamente una cuota de fabulación."De «ese» sábado tengo –reflexiona Tomatis en Lo imborrable (1992)- no un recuerdo sino un relato, compuesto hasta sus detalles más mínimos, organizado según una sucesión lógica, y tan separado de mi experiencia como podría serlo una película en colores –imágenes discontinuas pegadas una después de la otra y a las que una intriga de esencia diferente a las imágenes mismas, y agregada con posterioridad, les suministra, artificial, un sentido."Así la base de nuestras vidas, el recuerdo de lo vivido, no es más que una construcción de la memoria. Ella da un sentido a los presentes inasibles convirtiéndolos en recuerdos y tejiéndoles una intriga. La vida se constituye entonces como un relato y la memoria deviene en un garante no de la realidad sino de la ficción que resulta inherente a nuestras existencias.Dotadas de una gravedad intelectual y un estilo denso y a la vez preciso, las ficciones saerianas –más allá de la verdad concebida como algo extremadamente relativo y frágil, pero no por ello dispuestas a ser una mera literatura de entretenimiento, que bajo la máscara de inocencia artística esconde el rostro vulgar de un producto sobredeterminado por las crudas leyes del comercio de las letras– constituyen el brillante resultado de un descomunal esfuerzo de la conciencia que intenta someter a un diseño coherente el centelleo fragmentario y camaleónico de la experiencia.Valdría la pena que también el lector se esforzara en conocer los recuerdos y vivencias de Tomatis y sus amigos. Dicha amistad le recompensará. Seguro.Agnieszka Bárbara Flisek © Agnieszka Barbara Flisek 2002 agnieszkabarbara.flisek@campus.uab.esAgnieszka Barbara Flisek Licenciada en filología por la Universidad de Varsovia, de la que ha sido también profesora. En la actualidad está cursando un doctorado en la universidad de Autónoma de Barcelona y elaborando una tesis sobre la narrativa de J. J. Saer. Ha sido invitada por diferentes universidades y colaborado con el Instituto Cervantes de Varsovia.
Fuente: www.barcelonareview.com

05 febrero, 2016

Matar la poesía. Osvaldo Bayer


Al salir de Europa algún fantasma nos espía. Es la sensación de la guerra. Todos estamos seguros de ella y sin embargo la esperanza trata de ahogar completamente al miedo. En el aeropuerto de Francfort encuentro el libro Dime que me amas, las cartas de amor de Marlene Dietrich y Erich Maria Remarque. No puede ser, me digo, no puede ser, me doy cuenta que no voy a dormir en el viaje. Que voy a estar despierto lleno de melancolías y esperanzas. Los dos más grandes pacifistas de mi niñez; ella, desafiando a todos los nazis. El, el autor del libro antibélico por excelencia, Sin novedad en el frente. La historia de un estudiante enviado al frente. Donde es testigo de todo lo horrible, de la ferocidad y la estupidez de lo militar. Ese estudiante morirá en los últimos días de la guerra. El autor escribirá sencillamente: "Cayó muerto en octubre de 1918, en un día en que el frente se mostraba tranquilo y sin movimiento. Tanto es así que el comunicado oficial del comando del ejército sólo decía: ‘Sin novedad en el frente’". Las lágrimas de niño. El sollozar con voz ronca de pura impotencia, dolor, rabia.
Los dos enamorados hicieron sólo dos cosas maravillosas en su vida: el escritor, ese libro Sin novedad en el frente, a quien Hitler lo denominó el peor de los escritos en alemán y lo hizo quemar en plaza pública, mientras Erich Maria Remarque, el tímido, debió exiliarse en el exterior. Y Marlene Dietrich fue protagonista de esa película inolvidable para todos, El ángel azul. Se supo que Hitler la denominó su actriz preferida y sin embargo ella se quedó en Estados Unidos, aun sabiendo que ahí se acababa su vocación de berlinesa bien rea. Los dos, el escritor talentoso y tímido y Marlene, la amada por todos, se encontraron en Europa, se amaron hasta el delirio, se enviaron cartas que hoy siempre siguen siendo verdaderos poemas. Ella firmaba sus cartas con el seudónimo "El puma". Y él la denominaba siempre así, "mi puma". En las noches del encuentro, el puma se devoraba por entero al tímido y sensible escritor. Mientras duró la amistad celestial entre los dos, el puma tuvo nueve amantes, todos actores y actrices de primera línea. Pero él, cuando se encontraba con ella en los lugares más inverosímiles, recibía ojos de poeta enamorado y moría devorado. Todo lo que escribió después Erich Maria Remarque no puede ni compararse con la épica de Sin novedad en el frente. Todo lo que filmó Marlene Dietrich en Estados Unidos sirvió sólo para ser olvidado. Salvo sus canciones. Cuando cantaba en reo berlinés, los espectadores hombres dejaban de hablar con sus mujeres y se divorciaban. A los dos seres del arte siempre los unía la paz entre los pueblos y el antirracismo. Leer Sin novedad en el frente y escuchar a Marlene en "Dime dónde están las flores", a todo ser sensible lo conmueve y lo mueve a creer en la paz y el abrazo entre todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Hoy, con la guerra de Bush y la cobardía de los bufones gratuitos cuentan más que nunca los versos de la canción de Marlene cuando al final de la última guerra cantaba con una tristeza llena de enorme melancolía y sed de justicia a los jóvenes que marcharon a la guerra y fueron despedidos con flores por emocionadas muchachas: Dime dónde están las flores
Dónde finalmente quedaron,
Dime dónde están las flores
Dime lo que sucedió
Dime dónde están las flores
que las jóvenes cortaron tan rápido
¿Cuándo podremos comprenderlo?
Cuándo podremos comprenderlo

Dime dónde quedaron las jóvenes
Sí, dónde quedaron
Dime dónde están las jóvenes
¿Qué es lo que sucedió?

Dime dónde están las flores
Los hombres las recogieron rápido.
¿Cuándo lo podremos comprender?
¿Cuándo lo podremos comprender?

Dime, ¿dónde están los hombres?
¿Por qué no regresaron?
¿Dime qué es lo que sucedió?
¿Dime qué es lo que pasó?

Dime dónde están los hombres
Que partieron cuando comenzó la guerra
¿Cuándo podremos comprenderlo?
¿Cuándo podremos comprenderlo?

Dime dónde están los soldados
Dime lo que les sucedió
Dime dónde quedaron
Dime dónde quedaron.

Dime dónde han quedado
Dónde el viento sopla en sus tumbas
¿Cuándo podremos comprenderlo?
¿Cuándo podremos comprenderlo?

Dime dónde están las tumbas
Dime dónde quedaron
Dime lo que sucedió
Dime lo que les sucedió

Dime qué pasa en verano
Cuando la brisa mece las flores
¿Cuándo podremos comprender?
¿Cuándo podremos comprender?

La voz se pierde, como un poema que no tiene fin. Ya marchan nuevos soldados. Ojalá que a ellos no les cante nadie. Ni haya mujeres jóvenes que les entreguen flores. Ellos van a matar. A matar las flores, la vida. ¿Dime, cuándo podremos comprender? ¿Por qué el hombre mata, quiere matar, le pagan por matar y sigue matando? Dime, ¿cuándo podremos comprender?